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Mi admirado Alejandro Casona, del pueblo de mi madre y casi vecino mío por el lugar donde me nacieron, se había puesto a sí mismo ... un apodo que era el de la casa grande donde pasó su infancia. Las otras casas de Besullo: Sabino, Manón, Payarín, Brixel… también tenían niños, y unos a otros se nombrarían según costumbre por el nombre de la casa. A mí, cuando iba a la escuela, algunos me llamaban Pachón, y a mucha honra. Pachón, el que dio nombre a la casa húmeda y desconchada, debió de ser un tatarabuelo de aquellos que cazaban osos con el chuzo, acercándose a la osera y esperando a que el animal se elevara sobre las patas de atrás para abrazarse a él y apuñalarlo por la espalda.
Toda una hazaña, de las que se comentaban en las largas noches mientras se deshojaba el maíz o alrededor del tambor de las castañas.
Claro que no eran todas verdades, pero alguna habría entre las abundantes leyendas. Y lo peor de todo, que en los años que me tocaron de infancia los adultos se enfrascaban a menudo en los horrores de la guerra. Besullo era una referencia muy amarga para ser recordada con espanto.
La historia de un matrimonio de maestros que ejercían en Cangas, la capital del concejo, ella oriunda de Villayón y él del mismo Besullo. Una tragedia como muchas otras de aquellos días, pero una tragedia nuestra, para ser recordada siempre. Yo estuve al lado de los niños, hijos de Balbina Gayo y Manuel Farfante.
Tres niños criados por el abuelo. La niña llamada Ilda tenía unos pocos meses cuando le arrebataron a sus padres, y los vecinos –no todos–, con el miedo en el cuerpo regalaban leche y pañales. Qué otra cosa podían hacer; sabían que los maestros ya no iban a regresar cuando los llevaron caminando entre fusiles.
La tía y madrina de Casona, doña Jovita, me decía años después que los niños de casa de Farfante eran los de 'La dama del alba', revoloteando alrededor de la peregrina con guadaña. Nadie sabe lo que pasó por la cabeza del dramaturgo cuando se enteró de la muerte de sus vecinos y amigos. Casona estaba en Madrid en 1937, y la ignominia pudo no conocerla hasta que huyó de España.
Escribo todo esto que ven con el dolor de los recuerdos, maldiciendo la tierra donde nunca ha dejado de andar errante la sombra de Caín. Lo hago antes del día en que estoy invitado para dar una charla sobre nuestro dramaturgo universal, con el temor de ser atropellado por los recuerdos.
Llevándome de la mano, mi abuelo le preguntaba a don Gabino por las andanzas de su hijo Alejandro. Estrenaba sus dramas, escribía guiones para películas, tenía un programa de radio y publicaba en los periódicos. Don Gabino derramaba unas lágrimas y retornaba a la infancia y juventud de sus hijos.
La mayor, Matutina, fue la tercera mujer en terminar la carrera de médico en España. Alejandro era un niño precoz, que a los cuatro años ya leía de corrido y, como no alcanzaba a la mesa, don Gabino lo sentaba encima del diccionario. Un día llegó a su casa un señor bajito, y el futuro escritor fue corriendo a buscar el diccionario para echarle una mano al visitante. El otro hijo varón, Pepe, era el abogado de los de mi casa, por aquello de que en la aldea puede faltar de todo, pero nunca faltan pleitos. Y la última, Jovitina, también maestra, gran amiga de mi tía Carmen.
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