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Contaba José Luis García Rúa un hecho que había ocurrido en Salamanca cuando él estaba allí de profesor en la Universidad. Dos beatas, apadrinadas por el obispo, crearon una asociación para recibir préstamos con bajo interés, o ninguno, con el fin de construir viviendas para ... gente humilde. Nada novedoso; las dos buenas mujeres invirtieron el dinero recibido cobrando un alto interés, y en su ánimo posiblemente estuviera ayudar a los pobres, pero después de haberse ellas enriquecido. Cuando se descubrió el tinglado al obispo le dio un síncope, pero las beatas mantuvieron su altivez sin dejar de creerse unas benefactoras. Los juzgados de entonces no debían de tener entradas por el garaje, y ellas protestaban al ver que los policías las trataban como a unas vulgares delincuentes. Dónde se habrá visto.
Lo que está ocurriendo en estos tiempos, cargados de presuntos inocentes, le traen a uno recuerdos de las viejas anécdotas, reales o de ficción. Por ejemplo, un pariente mío que no estaba de acuerdo con la sentencia en aquellos interminables pleitos de aldea por terrenos que no valían dos reales, le espetó al juez: «Cuando yo tengo razón, lo que usted diga o deje de decir para mi no tiene ningún valor». Eran tiempos de escasez, y aquellos desacatos se arreglaban regalando uno o dos jamones. Y quién lo diría, que con este rayo que no cesa vuelve haber jueces en entredicho. Siempre la justicia, que es el último clavo ardiendo a donde se puede agarrar un pueblo desencantado y desnortado. Lo dice Roberto Saviano en su libro 'Gomorra', que si Italia sigue adelante, pese a la 'camorra', la 'cosa nostra' y otras mafias que alcanzan desde Sicilia hasta el palacio de el Quirinal es gracias a jueces honrados como Falcone y Borsellino, capaces de jugarse la vida antes de declinar de sus obligaciones. Sí, aquí hay que acordarse también de Tomás y Valiente. También de aquel Marlaska de los tiempos pretéritos, y de Garzón. Pero quizá siguiendo el principio de Peter, los elevaron hasta un puesto donde se han vuelto inservibles, cuando no cuestionables. Ya lo decía el torero Juan Belmonte de un banderillero suyo que había llegado a diputado: Se convirtió en político degenerando.
Viene a la memoria también esa magnífica película titulada 'Cadena perpetua', donde la trama se desarrolla en una cárcel de máxima seguridad que encierra a los peores delincuentes, pero todos se declaran inocentes. El único que se confiesa culpable es Morgan Freeman. «Maté a un hombre por error»–, nos dice, –«pero entonces yo era una buena persona, y en cambio, aquí en la cárcel me he convertido en un ladrón». Los ladrones somos gente honrada, como escribió Jardiel Poncela y también afirmaban las beatas salmantinas. Gentes que vemos estos días en los telediarios también dicen serlo. «¿Se consideran culpables?», les preguntan en el juzgado. Igual que algunos periodistas al verlos salir o entrar; si es que asoman su jeta hormigonada. Pero hombre, qué esperan que digan: son todos inocentes. La culpa es siempre de los enemigos, que los acusan y acosan para borrar sus propias culpas.
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