El subdesarrollo y el bienestar no se definen únicamente en términos económicos. Tanto uno como otro son también estados mentales. Esta idea desconozco si me ha salido a mí del caletre o la he copiado de alguien. El caso es que en los años 60 ... del siglo pasado, Simplicio, llamado por sus compañeros de tajo Simple, para abreviar, no podría decirse que viviera en el subdesarrollo. Comparativamente al menos. Trabajaba de peón especialista en una fábrica en la que ya habían comenzado a funcionar los convenios colectivos, y se atrapaban además algunas horas extras. No tenía hijos, y su mujer, no se sabe si por deseo propio o por mandato de su marido, se ganaba también algún dinerillo fregando escaleras y sacando a pasear en su silla a un militar retirado ganador de varias guerras.
Publicidad
Simplicio -o Simple, para los que lo motejaban- había trabajado en su infancia y juventud de ovejero, tapándose en las heladas con la media manta que le daba su patrón. El dormir lo hacía en una cabaña cerca de las bodegas, cavadas en la tierra. De ese modo, a Simple le exprimían otra porción del jugo oficiando de vigilante, para que nadie se aproximara al vino. Lo hacía él, hurtándolo por medio de una caña hueca de saúco, chupando de los bocoyes. Pero procurando no emborracharse, para que el amo no se enterara y le midiera las costillas. De esos hurtos debió de nacerle la afición irrefrenable por el vino, que le dibujó con el tiempo en la cara, y sobre todo en la nariz, el mapa de color rosado de los que acumulan tajadas.
Simplicio nos contaba que había traído desde su pueblo de la Meseta hasta la villa del Norte, subiendo y bajando puertos, un garrafón de vino forrado de mimbre, montado en el motociclo y sujetándolo entre las piernas. Así lo trasladó kilómetros y más kilómetros, azotado por el viento y torrándose al sol, hasta la puerta de su casa. Porque Simple y su mujer, con un poco de aquí y otro poco de allá habían comprado una vivienda de las llamadas protegidas. Tercer piso sin ascensor. Al tratar de meter la llave en la cerradura, sin posar el garrafón, éste se le cayó al suelo, y un reguero color violeta pingó por las escaleras abajo. Las blasfemias despertaron a todo el vecindario, con los gritos en el cielo a la misma hora en que cantaban los gallos. ¡Qué desgracia! ¡Qué desperdicio! Hasta le apetecía hincarse de rodillas y lamer los escalones, como si fuera un mastín de aquellos que lo acompañaban tras el ganado. Nunca más el garrafón. Lo más práctico, los odres de las viejas bodegas en los buenos tiempos.
3 meses por solo 1€/mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.