Como dijo no sé quién, en este país se trata mal a los vivos, pero se entierra muy bien a los muertos. Hasta el general O'Donnell fue enterrado con todos los honores y llorado por las plañideras habituales, después de confesar que su conciencia ... estaba tranquila por no tener enemigos: ya los había mandado fusilar a todos. A la hora de echar la vista atrás uno se ha tropezado con gente buena y gente mala, como supongo que le ocurre a todo el mundo. Buena gente es la que es bondadosa en el mejor sentido de la palabra, como decía Antonio Machado. Esa bondad oculta, o semiclandestina, del que hace cosas apropiadas para los demás, sin más provecho que para alimentar su conciencia y no su ego. Pero eso no vende, ni apenas se menciona: el jolgorio mediático está copado por los que son buenos para los negocios, buenos regateando con un balón, saltando cierta altura, nadando como un pez, escribiendo con soltura, manejando los pinceles o haciendo sonar música de cualquier estilo. Se ensalza a cualquiera que sobresale, pasando de puntillas sobre la crueldad de Picasso con las mujeres, o que Caravaggio además de buen pintor fue un asesino.
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Las acciones de la gente buena, como vulgarmente se dice no venden, y además se siente cierto pudor al referirse a los que las practican. Yo escribí hace años en EL COMERCIO la necrológica de un gijonés, Manuel Rodríguez, muy aficionado a la montaña, pero decía no poder ir a las excursiones por estar ocupado. La ocupación de Manolo era presidir la asociación de vecinos de Cimadevilla, y las del conjunto de Gijón, de lo que solo sacaba en limpio trabajo y quebraderos de cabeza. Pero como él decía, alguien lo tiene que hacer. Don Boni, el cura de San Pedro, leyó en el funeral parte de las loas de la necrológica, y levantando los ojos por encima de las gafas apostilló que algún defecto tendría, como tenemos todos. Sí, tenía algunos defectos, pero Manuel Rodríguez era un hombre bueno, porque se ocupaba de los problemas de los demás a cambio de nada.
Tampoco pasará a la historia otro hombre que conocí que, estando su madre muy enferma, ella deseaba el agua fresca de la fuente de su aldea. El hijo se desplazaba cien kilómetros con un coche viejo y por malas carreteras para llenar la garrafa. Decía que, aun sabiendo que era un placebo, a su madre no la engañaba con agua de otro manantial. O mi amiga Mari Cruz, que casi siempre llega tarde, o no asiste, a nuestros encuentros cinéfilos o de tertulia. El motivo es porque ella se siente obligada a hacer compañía a las amigas enfermas o que están solas.
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