Cuando pisé por primera vez el paseo o parque de Begoña, en Gijón, allí había un cuartel de Policía, dos cines –tres, contando el teatro Jovellanos–, un restaurante famoso, un bar de mala nota y el Centro Asturiano, donde no dejaban entrar a las mujeres ... ni siquiera para avisar al marido de que la sopa se enfriaba. Lo que más nos interesaba a la pandilla eran los cines: el Imperio, a punto de cerrarse, y el Goya, el mas accesible por sus precios y el más pintoresco por sus pulgas. Años más tarde hacíamos carreras para ver quién era el primero en tocar las puertas de los nueve cines del centro de Gijón, partiendo desde el Goya hasta el Albéniz y continuando con el Jovellanos, Arango, Hernán Cortés, Roma, Robledo, María Cristina y Avenida; la marca estaba en menos de cinco minutos. Era una manera de golfear cuando todavía no se había inventado el botellón ni aquel parque había sido tocado por la modernidad.

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Las llamadas remodelaciones, iniciadas ya en tiempos del desmadre urbanístico, convirtieron el paseo de Begoña en el epicentro de la nueva ciudad de los prodigios. Se levantaron fachadas, se removieron una y otra vez los pavimentos y surgieron como las hidras los armatostes de hormigón en forma de fuentes, con goteos prostáticos y pilares retorcidos cual bailarinas del vientre. El mal gusto obligó a desplazar unos y demoler otros, pero, al parecer, Begoña como paseo sigue con su castigo interminable. Los sabios modernos plantaron árboles que los que somos casi analfabetos y caminamos por los bosques sabemos que son inapropiados. Árboles en la sombra, que tiran hacia arriba buscando el sol hasta los cuartos pisos de las casas. No es que los árboles a los vecinos no les dejen ver el bosque, es que no les dejan ver nada. Hartos de reclamar una poda en condiciones, a los que padecen este absurdo para para poder ver algo fuera de sus casas sólo les queda como remedio bajar a la calle, con el peligro de resbalar, porque los tilos plantados dejan caer una especie de resina. Poner barreras delante de las ventanas debe de ser hasta inconstitucional. Plantar arboles que crecen hacia el cielo, considerando el clima y el lugar y arremetiendo contra las fachadas, es un completo desatino. Puede certificarse a ojo que la plantación de árboles, y no sólo en Begoña, se hizo sin considerar la posible entrada de ambulancias y bomberos. Árboles soberanos, encima de un aparcamiento, sin más opción que crecer hacia las estrellas. Árboles para morir de pie, como decía Alejandro Casona. Pero los del paseo de Begoña pueden morir matando.

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