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No puedo cantar como Serrat, gloria a Dios en las alturas, ya limpiaron las basuras de mi barrio de Castiello. Las basuras siguen ahí, desde los festejos de antes y después de la pandemia, con los añadidos de fines de semana donde se marcan los ... detritus de esa aportación tan nuestra llamada botellón. Una marca España casi tan famosa como la gripe del 18 o la viruela exportada a América por los conquistadores. Mi barrio de Castiello tenía ya su romería en los tiempos de Maricastaña, que corresponden a los de mi juventud. Alguna moza llamaba de noche a la cancela porque se le había roto un tacón, para implorar ayuda con el calzado más humilde que hubiera. Unas alpargatas de mi madre, con salpicaduras de tierra y estiércol, para solventar un retorno a casa. Nadie le había pedido que las devolviera, pobre chica, pero las devolvió. ¿Había más educación entonces? Opino que sí.
Ahora mi barrio se ha puesto de moda. Ya lo estaba hace años, los ladrones siempre le profesaron afecto a estas parcelas, y hasta tuve que vérmelas con un camastrón que con su lenguaje torcido de pluma y boca parecía justificar los robos. Mejor que robaran en Castiello, tierra de ricos, que en el barrio de La Calzada que era la morada de los justos. En Castiello vivía entonces mi madre, sola en su vieja casa, trabajando a sus 90 años, con la parquedad de mendiga, y creyendo que el ahorro por la venta de cuatro huevos y dos lechugas iba a repercutir en el bienestar futuro de sus hijos. Nada tenía de valor en casa para que se lo robaran, pero siempre tuve mucho miedo de que un día se tropezase con un ladrón, porque estaba seguro de que le haría frente. Y así ocurrió: un moreno que se adentró en su casa, que siempre estaba abierta, se vio envuelto en un abrazo y un intercambio de puñetazos, del que mi madre salió peor parada, claro está. Hubo que llevarla al médico para curarle las rodillas y otros moratones, pero apuesto a que el ladrón tampoco se fue de rositas.
Dichosos tiempos aquellos en que de la llamada zona rural se ocupaba Bayón, que era compañero mío en Uninsa. O Marcelo García, que nos conocíamos desde Gesto. O 'Tino Venturo', que me invitó a un café en un bar de la Plaza Mayor. Todos ellos se acordaban de que la zona rural existía, y Marcelo me contó dos de sus proyectos en los que había fracasado. El primero fue que quiso repoblar de peces los ríos del concejo, con escaso éxito. Para el segundo empeño hasta me pidió ayuda, pues quería poner en marcha un grupo de teatro en la Casa del Pueblo, y no hubo manera.
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