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Don Adriano vestía camisa azul. Con ese atuendo nos esperaba en la escuela, inclinado hacia un lado debido a la pierna coja. En el brazo, también averiado, enroscaba una goma en forma de culebra que era toda una amenaza para aquella grey andrajosa. A don ... Adriano lo debían haber informado algunos partidarios de la camisa azul de quién era sospechoso por aquellos alrededores. Mi abuelo paterno, algo bravo y algo bebedor, en las salidas a ferias y mercados había dado algunos vivas a la República, de lo cual la gente de orden había tomado buena nota. Don Adriano iba poniendo señales en el mapa de Europa, para indicarnos por dónde avanzaban «nuestras tropas» para apoderarse de Rusia. Hasta que un día al bueno de don Adriano se le acabaron las chinchetas y ya no hubo más marcas en el mapa.
Yo tendría entonces 5 años. Las normas para entrar en la clase eran pedir permiso, levantar el brazo y decir arriba España. Llevando debajo del brazo derecho un libro, una pizarra y un cuaderno, aquella vez levanté la mano izquierda, y sobre la cabeza y la cara la goma dejó las marcas de la somanta. La familia deliberó sobre si sacarme o dejarme que siguiera en la escuela, y al final decidieron que lo mejor era que continuara. Y a don Adriano -al fin y al cabo, con un sueldo de maestro- enviarle una empanada cada vez que se cocía el pan, acompañada de trozos de chosco y chorizos. Una vez engrasados, don Adriano y su esposa, en vez de latigazos hasta recibía algunas caricias.
Cuando años después ingresé interno en un colegio de Oviedo, un camarada falangista venía a dar clases un día a la semana a los adolescentes que se unían a su cuerda. Animosos chicos, algunos de ellos destacados adultos de la izquierda cuando sonaron las campanas de la democracia. Éramos niños, me responden cuando tiro de recuerdos. ¡Coño! A los 16 o 17 años, no tan niños. Ahí están también las fotos de Felipe González, Bono o Chaves levantando el brazo derecho, pero esos gestos se han borrado de las biografías. Igual que el de los centenares o miles de hijos de mineros que retozaron vestidos de azul en los campamentos de Riaño o Villamanín. Yo, en cambio, siempre sentí aversión a ese color azul. Lo descubrí como un trauma de la infancia cuando supe que a los perros pastores de California hacían que un esclavo los apaleara cuando eran cachorros, para que de ese modo tuvieran fobia a todo lo negro y persiguieran a los que se escapaban de las plantaciones.
Primo de Rivera, el desenterrado, tiene derecho a descansar, como todos los muertos.
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