El gran director de cine y teniente coronel John Sturgers fue el encargado de filmar el horror de los campos de exterminio para demostrar que las imágenes valen mucho más que las palabras. Pero ante lo que se dice y lo que se ve, y ... seguramente ni siquiera metiendo el dedo en las llagas de aquellos cuerpos esqueléticos, quedan mentes opacas que niegan el holocausto y conciencias podridas que lo dan hasta por bueno. Matar judíos, sobre todo judíos, era algo que también figuradamente enseñaban a los niños en mi parroquia, y supongo que también en otras en aquellos años cuarenta triunfales. Existía la costumbre de proveerse de carracas el día de Jueves Santo, y hacerlas sonar para que con aquel sonido horrísono pudiéramos vengarnos de los culpables de la crucifixión en el madero.
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Eran los tiempos en que figuradamente matábamos a judíos con las carracas, mientras que más al Norte, en un lugar de ese mapa en el que el maestro don Nicolás (camisa azul y goma de dar latigazos en la mano) iba señalando con chinchetas los frentes por donde avanzaban «nuestros ejércitos». No sabía el bueno de don Nicolás B. V. que en unos puntos malditos de aquel mapa se cumplía de verdad la inocente proposición de las carracas de los desarrapados niños de la escuela. Tuvieron que pasar años para que supiéramos de aquel exterminio. Y más años todavía para entender la frase del filósofo Teodor Adorno: «Después de visitar Auschwitz, ya no se pueden escribir más poemas».
Y sin embargo se siguió escribiendo poesía, aunque los poetas de verdad dejaron de mirar a la luna e invitaron a los lectores a poner sus ojos en la tierra. Algunos hasta se volvieron profetas con sus versos. Ya poco después de derrotada la fiera nazi, Bertolt Brecht advirtió en uno de sus poemas a los que habían ganado la guerra que no se regocijasen. Dicho en plata, que no cantasen victoria, porque la perra que había parido en los años treinta aquella camada de camisas pardas y cruces gamadas, volvía a estar en celo. Tuvo una gestación más larga que la de los elefantes, dicha perra, pero el parto ya está dejando sus crías en todos los confines. Los nuevos augures anuncian gran camada el próximo febrero en ese cubil de antaño llamado Alemania, la tierra de Bertolt Brecht y la de los camisas pardas. En la patria de Hitler, Austria, sus hijos putativos ya se han subido al carro de la victoria. En la Hungría del temible Otto Skorzenit, al que yo llegué a verle en la Fábrica de Moreda su cara rajada, ya hace tiempo que anidan en el gobierno.
El joven Alejandro no conquistó él solo las tierras del Oriente, ni César venció a los galos sin la ayuda de sus legionarios. Pero Bertolt Brecht, mirando siempre al Este, hizo descansar su pluma cuando firmaban pactos los dos tiranos. Dos máquinas de matar: a los judíos en las cámara de gas y a los ucranianos por esconder sus cosechas. 'Hay muchas maneras de matar' es el título de un poema de Bertolt Brecht. Stalin lo hizo a su modo: mató a millones de campesinos de hambre, y a supuestos revolucionarios en los gulag. También al judío Trotsky, clavándole un piolet en la cabeza. Antes yo leía a Brecht. Más tarde también a Orwell, Koestler, Malraux, Semprún... Y me quedó grabada esa frase terrible de Solzhenitsyn: «La Gestapo torturaba para saber la verdad, la OGPU lo hacía por productividad, para complacer a Stalin».
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