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No me agradan los fetiches. Hasta descuido o me despreocupo de algo notable que pude haber hecho o con lo que me he tropezado en la vida. Voy y vengo de las soledades con algunos recuerdos que me ha dado esta ya larga vida. Por ... ejemplo, este año en el que amenazan hablar mucho del general Franco, yo puedo asegurar que lo tuve muy cerca. No que lo haya conocido. Para empezar no creo que lo haya conocido nadie, a un ser tan venerado por unos y odiado por otros, sin términos medios. Lo tuve a dos metros en Valladolid, un día de frío en el que se empalmaba la helada de la mañana con la de la noche. El capitán de la compañía de honores del regimiento de San Quintín me colocó la punta del sable en el pecho y empujó hasta doblar la hoja: «Cabo, si sale algo mal te atravieso». En aquellos ojos se adivinaba que no estaba hablando en broma. A la ciudad de Pucela llegaba aquella mañana un punto menos que Dios, al que había que dejar satisfecho. Para no hacer esperar al pequeño gran hombre, procedente de El Pardo, ya estábamos formados dos horas antes de la supuesta llegada. Mosquetones relucientes; guantes blancos estrenados aquel día y sidol en las hebillas de los cinturones. Los gastadores con nuestras borlas, picos y palas de mentira al hombro, y yo, que era el cabo, con más pertrechos todavía como los que le ponen el día de feria a un burro cañí. O si nos atenemos a lo autóctono, como los que lleva el día de romería la xata de la rifa.
Franco llegó por fin a la plaza de la Diputación. Se abrió la puerta del coche justo donde yo estaba, para pasar revista a la tropa. El cornetín de órdenes dio los pitidos correspondientes, y ante mi, que era el primero –el macho delantero, como dicen los vaqueiros, que guía la reata– apareció un señor pequeño de ojos penetrantes. Alrededor un montón de cuerpos tiesos, llenos de estrellas, fajines y entorchados. La guardia pretoriana empujando al que no estaba en su sitio. Poco importaba que llevara honores en el pecho o bonete de cardenal. Aquel pequeño hombre había convertido en poca cosa a los que tanto lucían en su ausencia. Valladolid en aquellos instantes era una ciudad rendida, a la espera de que una voz aflautada perorase desde el balcón.
En la plaza estaban las pancartas de bienvenida, pero todas ellas portadas por soldados de paisano: Los de Medina te pedimos agua para nuestras huertas; Los de Secarral de Abajo queremos que acaben la carretera empezada… Y el semidiós desde arriba: «Si queréis agua tendréis agua, si queréis carretera tendréis carretera». Mucha adhesión inquebrantable en aquella plaza, y muchos pasotas en la distancia que ahora se reivindican como partido luchador. En aquellos tiempos el partido era otro, y los que luchaban unos pocos. Luego, cuando el pequeño gran hombre se murió en la cama, los lagartos comenzaron a salir en tropel de debajo de las piedras.
Otro ilustre que también conocí en la corta distancia –tan cerca como para ver su cara cortada por los duelos y su pecho de gorila–, fue al coronel Otto Scorzeny, el hombre más temido de Europa. El que había rescatado a Mussolini del Gran Sasso. Como representante de casas alemanas de venta de maquinaria visitó alguna vez la Fábrica de Moreda. Un nazi, que vivió tranquilamente en Madrid hasta su muerte.
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