El sábado por la tarde caminé hasta la Campa Torres. Eran unos momentos muy especiales, sin coches, sin peatones, en un silencio que tampoco lo alteraban los ruidos del parque de carbones ni las descargas del Musel. Allí también había silencio, donde debería haber algún ... ruido, como si el mundo de las personas se hubiera acabado y las ratas, que se dice que serán los supervivientes últimos, salieran de las alcantarillas para ocupar su lugar. En el puerto había dos barcos: uno, supuestamente para el mineral y el otro con visibles contenedores. Pero las grúas quietas, y personas tampoco se veían en los alrededores. La Campa, ese día podría ser, por el silencio, como la de hace dos mil años, a falta del humo de las hogueras: el romano imperialista dictando desde la casa rectangular, y el celtíbero refugiado en su círculo de pared y matojos. Pero los sueños sobre el pasado no duran mucho, cuando uno se tropieza con la realidad, que abruma y produce sofocos. Ahí abajo está un puerto lleno de paredones y sin barcos. Y también abajo y a mi derecha, un montón de depósitos llenos de lo que en mis buenos tiempos, cuando me ocupaba del asunto, llamábamos cargas potenciales de fuego.
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Cargas de fuego: con depósitos de butano, metano, fuel-oíl, gasoil, gasolina, suficientes para volar el montículo, para que los de Candás dejen de decir que Gijón es uno de sus barrios al otro lado de la Campa Torres. Menos mal que algunos políticos iluminados a los bomberos los han puesto en la periferia más alejada. En donde, por muchas milongas que cuenten, una emergencia en el Musel o en la Campa no se resuelve hasta media hora después del inicio, en el mejor de los casos: aviso, concreción de lugar, campana, recogida de componentes, desplazamiento hasta los camiones, viaje de unos cuatro kilómetros por una ciudad caótica y sorteando vehículos de conductores que no saben o no pueden abrirse a un lado... A la llegada, ubicación de los artefactos, empalme de mangueras, extensión de escaleras, echar al hombro las botellas de aire, si hubiera menester. Y rogar a Dios que algo se pueda hacer si la deflagración ya se extendió hasta lo incontrolable. Es sabida la regla del incendio: primer minuto lo apaga un vaso de agua, a los cinco un extintor, a los quince los bomberos y más tarde se enfrían los escombros.
Las gentes a esa hora pendientes de las pantallas, viendo los partidos del año o del siglo. Del ferrocarril sólo se habla para llegar pronto a Madrid. El Musel sin novedad: casi vacío de barcos y mercancías.
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