Decía el periodista y escritor Ryszard Kapuscinski, referente mundial para la profesión, que para «ser buen periodista hay que ser buena persona». En el caso de Marcelino, la premisa se cumplía con creces. Era buen periodista. Pero antes, una persona sublime. Lo era con sus actos diarios. Pero también, con su mirada. Marcelino transmitía paz y sosiego. Quizá por su discreción. Su tono pausado y suave. Como no queriendo romper nada, mientras todo fluía suave -por muy tenso que fuera- a su alrededor. Porque si algo podía admirar, de compañero a compañero, del director de EL COMERCIO, era esa maestría para lograr hacer de su periódico uno de los mejores regionales de España. Sin estridencias ni ruidos; sin ostentación ni pizca de ego. Un diario que convirtió en todo un referente, como lo era él para nosotros. Y como lo sería para los suyos. Para sus compañeros de redacción que, ante ellos, veían un ejemplo desbordante de entrega a la profesión y un ejemplo palpable de persona bondadosa, enamorada de su tierra y de sus gentes.

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Marcelino era el periodista de los silencios pero de la exigencia, y se veía. Era el director que vivía el periódico como una extensión de su vida, y se notaba. Era el hombre sencillo, cauto y pausado y, a su vez, sublime en el trato y afable en la conversación, que ha demostrado cómo se debe pilotar un navío como EL COMERCIO y cómo, dándole la razón a Kapuscinski, para ser buen periodista se ha de ser buena persona. En el discreto club de directores de Vocento, nos deja desgarro y tristeza. Sus silencios van a retumbar en nosotros para siempre. En su periódico, a buen seguro, deja una huella indeleble de por vida. Un rastro de formas de hacer y una travesía de huellas profundas que seguirán guiando sus páginas para siempre. Porque, como la tinta sobre el papel, Marcelino, el hombre cuyo corazón bombeaba periodismo, permanecerá en nuestra hemeroteca de la vida para siempre. Descansa en paz, querido director.

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