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Era claro que no podían hablar, pero estuvieron conversando todo el viaje. El tren iba atestado de gente que charlaba entre sí o que atendía alguna llamada telefónica, o personas que dormitaban con el traqueteo ferroviario, o que escuchaban música con sus audífonos bien encasquetados. ... Pero ellos dos no podían hacer nada de eso, y sin embargo en aquel vagón eran los dos grandes protagonistas de una conversación sin palabras que tenían todos los decibelios del misterio más amoroso y tierno. Parecían madre e hijo por la edad que representaban, y se comunicaban con los ojos, mirándose continuamente, con el moverse de sus pestañas que parpadeaban dulces o apasionadas, incluso con las manos que movían desaforadamente para apostillar lo que callando se decían y que sólo ellos escuchaban. Ellos dos, como quienes en voz baja se dicen cosas, comparten sueños, o se corrigen mutuamente, estuvieron así todo el largo trayecto de las tres horas y pico que duró el viaje.

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