El jazz tiene fluidez, cada acción, movimiento, pensamiento deriva inevitablemente del anterior: es un presente continuo. Un ahora, ahora, ahora. Yo tardé en entrar en esa curva temporal, no acababa de comprender su propuesta, ni en las grabaciones, ni en los garitos de música en ... directo. Fue un día, escuchando a John Coltrane, cuando me di cuenta del milagro. Curiosamente, no es el camino más cómodo para entrar en el jazz, pero yo no lo sabía, y fue directamente a través de 'A love supreme'. Desde el primer Coltrane, el que escucha a Parker y trabaja con Miles Davis y Monk, hasta la vanguardia extrema de 'A love supreme' hay un camino que tuve que recorrer al revés. Te abres paso a través de las vicisitudes habituales en las carreras de jazz, alcohol, heroína, cocaína, desconcierto existencial, esquizofrenia, y vas trazando las rutas de estos himalayistas musicales. El trabajo al que nos referimos dura 32 minutos, suficiente para cuajar una obra inconmensurable, la destilación de un genio. No hay manera de contar verbalmente la cantidad de fibras que toca una composición tan compleja como alucinada: hay que escucharlo. Aturde. Sobrecoge. Cuando termina, sabes que has llegado a un lugar nunca hollado por el hombre. Se te escapa un ¡Alabado sea el Señor!, aunque no creas en ningún señor. Te acuerdas de Góngora: «Las palabras, cera; las obras, acero». A partir de este punto, se me abrió una constelación a explorar.
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Es fácil quedarse atrapado por las truculentas anécdotas y los delirios de los músicos de jazz. La vida desgarrada de Chet Baker, la obsesión anfetamínica de Lester Young, los pinchazos entre los dedos de Bill Evans, el perturbador estado psicológico de Thelonius Monk, los pasazos farloperos de Miles Davis, el océano de alcohol que se trasegó Art Pepper… Todos fueron 'fieles a sus demonios', como reza el glíptico en la tumba de Jim Morrison, y siendo como es llamativo, no es lo mollar. Lo que cuenta es su música, lo importante es ese impulso de no tocar dos noches seguidas lo mismo. Acabar empapado de sudor, con el corazón desbocado. Las notas apuntadas en cualquier servilleta de Duke Ellington. La estricta definición de su carrera que le hizo Miles Davis a una dama indisimuladamente racista cuando le preguntó qué hacía en aquella recepción de la Casa Blanca: «Veamos, yo he cambiado la historia de la música cinco o seis veces. Ahora dígame usted qué cosas ha hecho que tengan alguna importancia más allá del hecho de ser blanca». Los pianos aplastados por Monk («es un oso explorando en un panal de teclas», escribía Cortázar). El fraseo inigualable del saxo de Ben Webster.
Tobias Wolff dijo sobre Hemingway que este había cambiado los muebles de la habitación de la literatura norteamericana, influyendo de esta manera a todo el que escribió después. Estos músicos ejercían una labor similar: dejaban las habitaciones irreconocibles. Se parecían a los indígenas de Nueva Guinea, que dibujaban con piedras un avión en el suelo para obligar al verdadero avión a aterrizar allí, como un gran espíritu. Eran chamanes. Brujos. Quien escuche los conciertos de París de Charles Mingus (1954); quien se pierda en las grabaciones del Village Vanguard de Bill Evans (1961); quien disfrute de la perturbadora banda sonora que compuso Miles Davis para la película 'Ascensor hacia el cadalso', de Louis Mallé (1958); quien se enganche a las grabaciones de los años veinte de Armstrong, o a algunos momentos de Chet Baker (no es de mis favoritos, posiblemente porque prometía más de lo que su talento podía alcanzar); quien se vuelve loco con las colaboraciones de Monk y Coltrane mientras tocaban en el Five Spot de Nueva York (1961), entenderá a qué me refiero.
Energía que chisporrotea en los dedos. Frentes que refulgen de sudor. Muecas como de máscaras grotescas africanas. Venas hinchadas. El daimon que gira en el interior de los hombres y los vuelve locos, los desintegra. Tras un jazz despojado podemos entrever el swing y, tras él, se distingue el blues, y más allá, muy al fondo, los campos de esclavos que mantienen ritmos constantes que les ayuden a matarse trabajando. Geoff Dyer tiene uno de los escritos más espléndidos sobre el jazz, el libro de cuentos 'Pero hermoso', y en el dedicado a Monk, escribe: «Lo que fuera que llevara dentro era muy delicado, tenía que mantenerlo muy quieto y tranquilizarse para que nada lo afectara». Sobre Bud Powell: «Has alcanzado un nivel en el que ya no tienes que preocuparte de morir porque ya ha pasado». Sobre Ben Webster: «Cargaba su soledad como cargaba con el estuche de su instrumento. Nunca le abandonaba». Todos los grandes se hallaban en equilibrio, de una forma u otra, sobre un fastuoso abismo. Todos tocaban como si alguien hubiese colocado una bayoneta a su espalda. Frío. Calor. Frío. Calor. Mingus cogiendo todas las ideas expuestas en 'The Clown' y estirándolas en «Mingus, Ah Um'. El inmortal comienzo de 'Kind of Blue', de Miles Davis, aún hoy el disco de jazz más vendido de la historia. El jazz blanco de Dave Brubeck. La revolución del saxo tenor de Sonny Rollins. Las adicciones de Chet Baker, que no impidieron que tocase cosas como la maravillosa 'Almost blue'. El saxo alto de Paul Desmond. El free jazz de Ornette Coleman. Charlie Parker, el pájaro de fuego.
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En el cine, el jazz continúa apoyado sobre dos películas totémicas, 'Bird' de Clint Eastwood (1988) y 'Round Midnight', de Bertrand Tavernier (1986). Ambas transpiran complejidad, amor por la música. Aunque también son interesantes '¡Wiplash!' (2014), 'Miles Ahead' (2015), y si me permiten un pulpo como animal de compañía, la encantadora 'Los fabulosos Baker Boys' (1989). Ya suenan las primeras notas, Coltrane expresa lo inexpresable, hay algo demónico en la habitación, media hora que fuerza las puertas de la percepción, y cuando termina con el coro diciendo que hay un amor supremo, algún tipo de deidad menor abandona el cuarto y regresa a su pequeño templo, medio en ruinas, en algún lugar de las faldas del monte Parnaso.
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