La mujer en Palestina

En este tiempo de Adviento nos encontramos con la celebración de la Inmaculada, una de las fiestas grandes de María, considerada por la Iglesia la primera entre todos los santos. En ella podemos ver un modelo perfecto al que estamos llamados los cristianos, porque reunió una serie de actitudes a lo largo de toda su existencia: la humildad de quien se sabe pequeña, la disponibilidad absoluta de servicio, la confianza en Dios, la discreción sin buscar protagonismo, la fe confiada de la que cree sin haber visto. Es una forma de ser y de vivir de la que tenemos mucho que aprender. Es una figura clave en la Historia de la Salvación.

En una sociedad dirigida por hombres, una oración que hacían los judíos decía: «Bendito seas, Señor, porque no me has creado pagano, ni me has hecho mujer ni ignorante». La mujer estaba relegada a la familia, al hogar, oculta y sin voz. Y Jesús rompe con la cultura dominante. No solo dialoga con ellas, sino que las admite en su compañía, y se acerca a la viuda, a la pobre, a la adúltera, a la samaritana y a María Magdalena. Contaba con ellas, no las discriminaba.

María y unas mujeres son las únicas personas que están al pie de la cruz. No entendía nada, no sabía por qué mataban a un hombre que había pasado la vida haciendo el bien. Y todos aquellos momentos, desde el principio hasta ese final tan dramático, los guardaba en su corazón, los tenía muy presentes y se los recordaba a los apóstoles desde el cenáculo hasta que deciden cumplir el deseo y el mandato de Jesús: que tenían que ir por todo el mundo para llevar todo lo que de Él habían aprendido.