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Y vosotros quién decís que soy yo?, pregunta Jesús a sus discípulos. Las respuestas fueron varias, pero si ahora preguntásemos a la gente que pasea por el Muro, muchos de ellos católicos de toda la vida, ¿para usted quien es Jesús?, encontraríamos respuestas muy variadas ... y grandes silencios. Oiríamos buenos discursos o piadosas reflexiones, aprendidas desde pequeños. Muchas palabras. Hay quien ve en Jesús un hombre bueno, atento al sufrimiento de los demás, que quería un mundo mejor; otros le ven como maestro de moral con propuestas interesantes, o como un líder que quería una sociedad más justa, ayudando a los pobres y marginados, pero que fue eliminado por el poder.
La fe no es conocimientos, fórmulas o teorías, ni el cumplimiento exacto de ritos o estar en un libro de bautismos, sino la adhesión al Evangelio y siguiendo sus valores. La carta del apóstol Santiago lo expresa de forma rotunda: la fe se vive en amor al prójimo, sin discriminación o preferencias personales; la fe no es creer en algo superior, como dicen algunas filosofías, porque la fe sin obras está completamente muerta, es necesario vivir en la práctica lo que creemos o solo nos quedamos en una declaración de buenas intenciones, inútil y sin contenido, nada más.
Es difícil, es muy difícil, pero debe reflejarse en obras de amor, solidaridad, servicio, perdón… la fe debe luchar contra las injusticias y acoger a marginados y rechazados; debe denunciar posturas egoístas, romper la violencia y el odio y proponer justicia y tolerancia.
Pero se puede dar una profunda separación entre la fe que afirmamos y la vida que llevamos. Vamos a misa los domingos, hacemos donaciones a la parroquia, estamos en movimientos eclesiásticos... pero en la vida cotidiana podemos caer en injusticias, en corrupción, criticamos y etiquetamos a quien no nos gusta, con palabras que duelen, levantamos muros… y el Evangelio nos dice que la fe sin obras está muerta. ¿Qué diríamos nosotros?
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