Progresismo y progreso

El progresismo –lo que antes se denominaba izquierda–se centra en políticas presentistas que, más que atajar el meollo de los problemas sociales, trata de paliarlos repartiendo el dinero del que carece, con cargo a deuda

Jacobo Blanco

Gijón

Miércoles, 6 de marzo 2024, 01:00

Semanas atrás, el profesor Fernández-Villaverde abordaba algunas de las consecuencias del abandono, por buena parte de las élites, del concepto de progreso, en su doble acepción de mejorar las instituciones y generar crecimiento económico. En efecto, el discurso político dominante incide más en la ... distribución de la riqueza que en su creación. Y en la multiplicación de leyes y organismos públicos más que en su calidad. Se observa, sobre todo, cuando al hacer balance la comunicación pone todo el énfasis en ratios como las transferencias de renta, la creación de agencias o el porcentaje destinado a bienestar o salud, pero muy raramente en la inversión pública y, jamás, en la privada. Dos indicadores, por cierto, que apuntan al futuro. Y que, en España presentan una preocupante divergencia negativa con la UE y el resto del mundo.

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La consecuencia –la caída de la inversión es un síntoma, y desde hace años– es que se ha abandonado el concepto tradicional de progreso: mejorar la condición humana perfeccionando, creciendo y ascendiendo, en lo espiritual y en lo material. Dirán ustedes que al Gobierno no se le cae la palabra progresismo de la boca. Y es cierto. Sin embargo, todo apunta a que el progresismo –lo que antes se denominaba izquierda– poco tiene que ver con la noción clásica de progreso. Más bien, se apropia de la palabra y la resignifica.

Y es que, en la práctica, el progresismo, lejos del optimismo al que invita el progreso es, en el fondo, pesimista. Renuncia al crecimiento económico. Renuncia a la igualdad entre todas las personas. Renuncia a las mejoras en la calidad de vida. Renuncia a la meritocracia. Renuncia, en realidad, al futuro. Y se centra en políticas presentistas que, más que atajar el meollo de los problemas sociales, e incluso, más que abordar la redistribución, trata de paliarlos repartiendo dinero del que carece, con cargo a deuda. A cada problema, una ley y un programa de ayudas: en vez de favorecer la construcción de vivienda asequible, líneas de ayudas para pagar la entrada. Resignados ante la escasez de empleo de calidad, una miríada de ayudas a las personas en riesgo de exclusión. Y muchas veces, ni eso. Se recurre, simplemente, al arbitrismo: control de los precios del alquiler, ley orgánica de garantía de la libertad sexual, subidas del salario mínimo o reformas en la contratación que por arte de magia convierten a los fijos discontinuos en indefinidos. No se va a la raíz de las cosas. Sin mirada de conjunto. Olvidando que los problemas están relacionados.

Los resultados están a la vista: la desigualdad no se reduce de forma significativa –la renta en los deciles más bajos ha subido un 5%–, más por pasar a situación de empleo que por las ayudas públicas, que apenas llegan a quienes están destinadas. La juventud no puede acceder a la vivienda. Y crece la competencia entre grupos sociales –interregional, intergeneracional, entre empresas, entre 'neocolectivos'…– por acceder a los recursos públicos. O sufrimos efectos 'boomerang', propios de legislador aprendiz de brujo, como sucede, entre otras muchas, con regulaciones de alquileres o el 'sí es sí', en forma de subidas de precios, especialmente en las viviendas de tramos de precio más bajo, o en liberación o reducción de condenas de violadores, generando la natural alarma social. Y todo ello, mientas el déficit público permanece irreductible en torno al 4%-5%. Recuerden a la cigarra y la hormiga.

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Es un planteamiento que, ante sus consecuencias, está reconduciendo el voto –especialmente al juvenil– no hacia la oposición, sino a la abstención o a opciones populistas. Localistas o antisistema. Es en este punto donde alcanza la responsabilidad de la derecha y, más en concreto, del Partido Popular. Porque ¿alguien sabe cuál es su programa, más allá de reaccionar ante la amnistía a los participantes en la asonada de 2017 o vender una reducción de impuestos, contradictoria con praxis en políticas públicas muy similares a las que propone el autodenominado 'progresismo'?

Las izquierdas, siquiera en España, han armado un discurso que, con ayuda de ese populismo de derecha radical que ellas mismas alimentan, por obra y discurso, les sirve para mantener el poder, aún a costa de ir improvisando en medio de una huida hacia adelante. Frente a ese planteamiento desesperante y polarizador, es imprescindible una alternativa ideológica que recupere la idea de progreso, de futuro, que facilite a toda la ciudadanía, pero especialmente a una juventud que más que progreso ha vivido regresión, un proyecto de vida: trabajar dignamente, prosperar y, si lo desean (en torno al 70% así lo quiere) emparejarse, emanciparse, fundar una familia e, incluso, tener hijos.

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Urge poner el énfasis en conceptos como la inversión productiva y la productividad, enfocando el crecimiento hacia sectores de alto valor añadido, que superen al turismo y a las administraciones como motor. Y conciliar ese crecimiento con la sostenibilidad ambiental, apoyando la inversión en energías limpias, pero también competitivas para todos, más allá de favorecer el 'greenwashing' de las grandes empresas y algunas élites.

Es también esencial recuperar el discurso de la igualdad de oportunidades, tan intrínseco al liberalismo, que dicen abrazar nuestras derechas y que, sin embargo, suele esconder cierto elitismo combinado con la protección, compartida con la izquierda, a élites extractivas.

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Es fundamental mejorar radicalmente la calidad de nuestro sistema educativo, otro indicador de futuro en el que España puntúade forma muy mediocre. Y hacerlo considerando el mundo del presente y del mañana, los impactos de las nuevas tecnologías.

Tanto como lograr que nuestro estado de bienestar sea realmente redistributivo –al modo que lo son los del Norte de Europa–, pero sin desincentivar el logro personal, sin hacer de la ayuda pública una forma de vida. O desarrollar esa política pública de vivienda potente, asignatura pendiente de nuestra democracia. Regenerar instituciones. Y recuperar el sentido de comunidad, que incluya a la creciente y seguramente necesaria inmigración.

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Y, por último, integrar estas claves en un proyecto nacional, compartido, con alcance europeo e ibérico, mirando también a Oriente. Mostrando un futuro hacia el que dirigirnos. Aplicar este programa requiere liderazgo, ya que en buena parte contradice la percepción mayoritaria entre la ciudadanía, y voluntad política. Pero encastillarnos en un supuesto progresismo generador, 'parajódicamente', de desesperanza, mientras levanta muros políticos y alimenta alternativas políticas populistas, no es opción. Al contrario, es necesario recuperar el proyecto ilusionante, capaz de involucrar, sobre todo, a una juventud convencida de vivir en lo que Douthay denomina «sociedad decadente», en la que van a vivir peor que sus padres, generando la esperanza de que progresarán y vivirán, a poco que se empeñen, mejor que ellos. Sustituir, en suma, el progresismo por el progreso.

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