Las últimas semanas están siendo pródigas en noticias sobre los impactos de tecnologías en rapidísimo desarrollo. Primero, la ingeniería genética aplicada a la eugenesia (mejora de la especie humana) y a la ya clásica, y hasta ahora futurista, pero más viable según transcurre el tiempo, ... de la desextinción de especies desaparecidas. Segundo, la inteligencia artificial, generalmente conocida por sus siglas IA, con las alertas sobre sus implicaciones de, entre otros, Altman, Geoffrey Hinton, ex ejecutivo de Google, y de Elon Musk, solicitando una mora para nuevos desarrollos de la IA. Por otra parte, Demis Hassabis, director de DeepMind, asegura que el día en que «La IA será tan inteligente como la humana no está muy lejos». Por cierto, Musk, con su empresa Neuralink, desarrolla interfaces cerebro-máquina trasplantables, una suerte de ampliación de la inteligencia natural, aunque, todo hay que decirlo, por ahora con poco éxito.
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Todos hemos utilizado alguna herramienta de IA, tipo ChatGPT o Bard. Las respuestas que proporcionan, siguiendo una estructura general repetitiva y contenidos vagos e, incluso, políticamente correctos, nos llevan a ser condescendientes con estos inventos. Pero, simultáneamente, intuimos que bajo esas respuestas casi ingenuas se agazapan problemas potenciales. Algunos inmediatos y ya conocidos: la procedencia y uso de la información que utilizan estos 'chatbox', que podrían estar conculcando derechos. Otros, a medio plazo, como sus impactos sociales. El desarrollo de la IA podría alterar procesos productivos, de socialización, gobernanza y aprendizaje, eliminando millones de empleos, muchos de ellos muy cualificados, creativos, de esos que hasta ahora se consideraban deseables, o alterando los sistemas políticos. Y, finalmente, los interrogantes a más largo plazo, como su imprevisible potencial, del que esas repuestas inocentes serían sólo el preámbulo. Como apunta el filósofo Coeckquelberg, nos asalta por un lado la fascinación por la magia de la IA, porque sabemos cómo funcionan un coche o una lavadora, pero nos cuesta más entender cómo lo hacen un ordenador, internet o, no digamos, los algoritmos que desarrollan la IA. Pero también el temor a las consecuencias de su desarrollo, cuyos efectos más negativos nos ha dejado entrever la ficción en novelas, películas y series televisivas. Y ahora intuimos que lo que hace una o dos décadas era ciencia ficción está cerca de convertirse en realidad. Sucede exactamente lo mismo con los manejos de la genética. Las fantasías jurásicas de Crichton parecen ya posibles, al igual que la eugenesia.
Otros problemas a largo plazo serían, además, los que afectan a nociones básicas que, hasta ahora, y aunque con cuestionamientos crecientes, están claras para la mayoría, como el ser de la naturaleza humana. La interacción ente genética e IA, más allá de lo biológico, podría acercar los conceptos de hombre y robot. O los de biología y la máquina. Y es que las máquinas se diseñaron y luego se programaron para realizar tareas muy concretas, por lo general repetitivas. Sin embargo la IA permitiría crear artefactos que podrían 'pensar', yendo más allá de las tareas repetitivas. Capaces de 'aprender' y de 'tomar decisiones' ante posibles imprevistos, desde un desajuste en una cadena de montaje a un obstáculo en un itinerario. Justo lo que hacemos los humanos. Pero es que, por otra parte, no son pocos los recursos dedicados a investigar la interacción directa entre el cerebro y las máquinas, al modo que hace Neuralink. Podríamos manejar el móvil mediante las sinapsis del cerebro, a través de interfaces como gafas o lentes intraoculares de realidad aumentada. El móvil dejaría de ser una suerte de prótesis externa para serlo interna, permitiéndonos, quizá, acceder directamente a los contenidos que surten internet y relacionarlos, vía IA vinculada nuestro cerebro, alterando nuestras capacidades. Tendríamos la capacidad de crear un organismo cibernético, o ciborg. Un concepto próximo, aunque por vía inversa, al robot.
Por otra parte, los genetistas parece que intentan recuperar especies extinguidas, como los míticos mamuts o los tigres de Tasmania o, por qué no, neandertales, australopitecos o aquel abuelo al que tanto cariño teníamos. Sus implicaciones biológicas, ambientales y éticas son colosales. Pero son mayores aún las de utilizar la eugenesia no sólo para controlar la predisposición a desarrollar ciertas enfermedades, sino también para crear (o seleccionar) seres supuestamente perfectos, quizá mediante la alteración parcial del código genético.
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La colusión entre ambas tecnologías abriría, por tanto, la puerta al transhumanismo y a lo que algunos llaman la posthumanidad. Una sociedad de humanos modificados y robots inteligentes, que en ciertos ambientes, vinculados al trumpismo y a las corporaciones hipertecnológicas de los Estados Unidos -que alguna facción partidista trata de replicar en España-, ¿y de China?, auspicia una especie de ciberdespotismo dirigido por élites tecnológicas y empresariales que, con ayuda de las máquinas, lograrían el gobierno perfecto.
Pueden parecer problemas un tanto futuristas, más aún cuando contemplamos nuestras tasas de pobreza o el mediocre aprendizaje de nuestros escolares. Pero el debate está abierto y podrían estar más cerca de lo que creemos. Más aún cuando los desarrollos de la ciencia son imparables, planteando problemas éticos y morales de enorme complejidad. Porque quizá, jugando a ser dioses, asistamos al fin de la humanidad, siquiera bajo la actual definición del hombre como especie.
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El arma atómica, en 1945, mostró la capacidad humana para borrar la vida de la faz de la Tierra. Sin embargo, y con excepción de las 'bombas demo' lanzadas sobre Japón, y pese a su proliferación, nunca se ha utilizado con fines bélicos. La bomba atómica generó una nueva ética guerrera y una no menos prolija, pero eficaz, regulación de su uso. Claro que era un arma desarrollada por y vinculada a los estados. Pero la genética y la IA están ligadas, sobre todo, a corporaciones privadas, por más que alimentadas por contratos y fondos públicos y, desde hace nada, y en el caso de la IA, vía OpenIA, a casi cualquiera con conocimientos y algo de dinero. Por tanto, su regulación y control será más arduo de lo que fue en su día la del átomo. Por si fuera poco, en el volumen creciente de trabajos sobre sus implicaciones legales, éticas y morales esenciales, subyace el desconcierto de no conocer sólo cuál será la siguiente mutación tecnológica, sino de no entender casi nada sobre ellas. De ahí las posturas contradictorias ente los expertos. Pero, de alguna forma habrá que regularla. Antes de que las propias máquinas, jugando a ser diosas, y sin que nosotros se lo pidamos, lo hagan.
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