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La visita a la Galería de Colecciones Reales abruma. Por la calidad del monumental edificio de Tuñón y Mansilla, que da réplica, con lenguaje contemporáneo de piedra, hormigón y madera, al más bello de los palacios reales europeos. Por la calidad de los objetos que ... allí se exponen, que simbolizan el poder y la gloria de una España que era, casi, Europa. Y, sí, abruman las reflexiones que surgen acerca de la historia de España y de la de Europa. Sobre la estrecha vinculación entre ambas. Pero también sobre lo tornadizo del poder y la gloria, y, desde luego, sobre nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro como nación.
Un poder y una gloria ejercidos por reyes que, primero, aspiraron a dirigir Europa y, después, el Mundo, expandiéndose más allá -'plus ultra'- de las columnas de Hércules. Monarcas absolutos, pero que pudiendo ejercer el poder con la sola limitación de las Cortes y parte de la nobleza, lo hicieron generalmente pensando en el provecho de su reino y de sus súbditos. Y siempre con claros límites éticos.
En efecto, la fastuosa colección de tapices -mayormente flamencos- que adornaban -y calentaban- los gabinetes de los monarcas, muestra programas temáticos complejos. Sí, abundan las loas a los logros de gobierno. Pero sobresalen los asuntos morales que, utilizando la mitología, la religión, las alegorías, la filosofía o la historia, aluden a la condición humana y a los límites del poder. Se recuerdan las virtudes a las que debe aspirar el gobernante: la prudencia, la sabiduría, la moderación o la humildad que implica la conciencia de estar supeditado a las limitaciones humanas, tanto las del propio monarca como las del pueblo al que gobierna. El gobernante está siempre sometido no ya a la ley divina, sino también a la tornadiza Fortuna «que esparce rosas aquí y piedras allá, juega y lo gobierna todo como cree conveniente». Esa Fortuna que, recoge un tapiz, citando a Salustio, «todo lo domina». Y siguen con Séneca: «Que nadie se confíe demasiado cuando la fortuna le sonríe. Que en las desgracias nadie desespere por alcanzar algo mejor» porque «Dios hace girar nuestros asuntos en un rápido torbellino».
Todo ello no impide que, en aras de una razón superior, de estado, pudieran darse órdenes de tortura o asesinato. Son excepciones que suelen recoger los moralistas de la política, frecuentemente consejeros del príncipe: desde Aristóteles a nuestros Juan de Mariana o Rivadeneyra, pasando, claro, por Maquiavelo, Bodino, Hobbes o Erasmo. Queda, además, la propia fibra moral del monarca, que por más que pudiera ejercitarse o ser aconsejada no siempre se sobreponía a la flaqueza del gobernante.
No abundan, en los tiempos actuales, tratadistas que aborden la ética en el ejercicio del poder. Proliferan más los ideólogos, los filósofos de la política y, sobre todo, los estrategas políticos, centrados, sobre todo, en la comunicación. Quizá sea consecuencia de la confianza en las instituciones: la democracia, al fin y al cabo, consagra el imperio de una ley que regula el control entre los distintos poderes del estado, que deberían proteger la acción política de las debilidades humanas y políticas del gobernante.
Apuntan ensayistas como Rachman que en estos últimos años asistimos a la eclosión de «hombres fuertes» no ya carentes de temor de Dios, sino también de las leyes civiles, únicas válidas en democracia, supeditando la ética del poder a su supervivencia política. Sin embargo, creo que no todos los hombres fuertes tienen la misma fibra moral: me parece apreciar en hombres como Putin, Xi u Orban motivaciones que trascienden a su propia personalidad. Detrás de algunas decisiones polémicas parece advertirse la utilización del realismo político al servicio de la patria, bien que siempre en ese filo, más fino que nunca, entre patriotismo y nacionalismo. Rachman se centra, sobre todo, en el perfil más antipático para él y, a buen seguro, el más lacerante y zafio: ese Donald Trump que, desde la tierra de las libertades se permite bromear con proclamarse dictador, aún por un día, para levantar muros y extraer petróleo. Algo que, por cierto, ya se hace con Biden. A propósito de muros: en España nuestro presidente del Gobierno, también imprevisible, con una peculiar relación con la realidad; cuya errática biografía, siempre vinculada al partido como agente socializador, alimenta no sólo una visión hemipléjica de la historia y la nación, sino también una relación de amor-odio con ese partido, pretende levantar uno entre españoles, subvirtiendo el espíritu constitucional de acuerdos y concordia. Hijo de su tiempo, y por más que denueste del neoliberalismo, combina un marcado espíritu competitivo con un individualismo casi prometeico, demasiado confiado a la Fortuna. La consecuencia es que, sin temor de Dios, sin consejeros morales y, lo que es realmente grave en democracia, sin excesivo respeto a la ley ni a las instituciones, su criterio ético parece el de dar por bueno todo aquello que le mantenga en el poder, dejándose apoyar por partidarios, no siempre ilustrados, del uso alternativo del derecho o de la primacía de los poderes políticos sobre el judicial. Tentaciones iliberales que, paradójicamente, se justifican para soslayar el peligro del fascismo, empleando retórica propia de hace un siglo que, en una nueva pirueta, se sustenta en el vago y confuso aparato ideológico de la 'democracia progresista'. Cuyos resultados prácticos consisten en el imperio de lo subjetivo, astillando la sociedad en neoestamentos y neoreinos identitarios, más propios del medievo que de alguien que se proclama heredero de la Ilustración.
Trump intentó -quizá intente- un golpe de estado que quizá hubiera desembocado en el tecnodespotismo tan querido por algunas élites tecnológicas. Por ahora, pese a la polarización social, los equilibrios institucionales funcionaron y el golpe quedó en astracanada. No está tan claro, sin embargo, que nuestras instituciones puedan parar lo que parece anticipar, sutilmente y desde dentro, no sólo una subversión del orden constitucional, sino la posible consolidación de una fractura social a cuenta de la amnistía y de la bilateralidad entre Estado y Cataluña, que, como en Francia con el caso Dreyfus, podría marcar la vida política por décadas. El otro día, en Estrasburgo, le recordaban a nuestro presidente la costumbre europea de buscar acuerdos desde el centro político. Que es, además, la posición mayoritaria, y creciente, del electorado tras el 23-J. Es, quizá, la última esperanza para evitar esa fractura. Y de reflexionar sobre cómo devolver a una España que no acaba de recuperarse de los zarpazos de la Gran Recesión, el lustre, puesto al día, que debe a la asombrosa historia recogida por las espléndidas colecciones de los monarcas que la forjaron.
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