Hace una semana, Feijóo se inventó un pueblo que no existe: San Cugat del Llobregat. No era su primer dislate geográfico. En los últimos meses, el líder del PP ha situado Badajoz en Andalucía y Huelva en el Mediterráneo y ha confundido Valencia con Barcelona, ... Sevilla con Melilla y La Palma con Palma de Mallorca. Los simples hacen chistes con estas equivocaciones sin imaginar que, detrás de ellas, no hay desconocimiento ni despiste, sino una manera de entender el mundo.

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En Galicia se hacen algo de lío con las ubicaciones, pero no les preocupa. Ellos viven en el fin de la tierra, a su bola, y el resto del mundo les interesa lo justo para vender sus productos, montar un negocio o hacer política. Durante los 20 años que viví allí, en cuanto me escuchaban hablar, me situaban donde les parecía. «Por el acento debe de ser de Bilbao, ¿verdad?», me decía una señora. «No, de Cáceres», puntualizaba yo. Y ella replicaba: «Pues lo que yo decía, no de la capital, sino de la provincia, pero de Bilbao». El primer día de clase, los alumnos me situaron en Soria, «como la profe del año pasado». Les aclaré que los acentos soriano y extremeño no tienen nada que ver. Pero ellos puntualizaron cual dialectólogos: «Eso le parecerá a usted, que no se escucha al pronunciar, pero habla igual que la de Soria».

Podría seguir contando historias parecidas, pero lo importante es elevar estas anécdotas a categoría y no descalificar a los gallegos ni a Feijóo como ignaros en geografía, sino como ciudadanos muy a lo suyo, ya sea gobernar España, ya sea montar una pulpería en Helsinki. Les importa triunfar y triunfan, pero más allá del telón de grelos, los mapas les importan un carallo.

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