Mi abuela era maestra en un pueblo asturiano llamado Proaza. Pasaba con ella temporadas y me llevaba a su escuela. Allí empezó a gustarme enseñar. ... En la plaza de Proaza, había una tienda a la que llegaban los periódicos en el autobús de Teverga. Cuando crecí, en cuanto escuchaba el claxon del autocar, me acercaba a la tienda y compraba El Comercio. ¿Por qué El Comercio? Pues supongo que por su nombre tan campanudo y categórico. Llamándose así, solo podía ser universal, cosmopolita, abierto y útil.

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En Ceclavín, el pueblo extremeño de mi madre, me sucedía algo parecido. Mi abuelo llevaba la central telefónica y allí, escuchando conversaciones, me entró el gusanillo de enterarme de todo, analizarlo y contarlo. Mi abuelo recibía, y yo lo leía con avidez, otro periódico de nombre tajante: Ya. Y así, entre aulas, teléfonos y periódicos rotundos fue germinando una vocación docente y periodística que tiene, como todo en la vida, sus hábitos y costumbres. Una de ellas es que me gustan los periódicos de nombres luminosos y definitivos.

Por ejemplo: Hoy. O aquellos que asumen conceptos categóricos: Ideal, La Verdad. No desdeño los apelativos geográficos, pero tienen que ser más poéticos que toponímicos. Cómo no entusiasmarse ante El Diario Montañés o El Norte de Castilla. Tienen la emoción de un cuento de Pereda, de una novela de Delibes. Estos periódicos son claros, serios y contundentes de la cabecera a la contraportada. A ningún influencer se le ocurriría llamar a su digital El Correo, Sur o Las Provincias. Lo llamará GuayDiario, La Mancha Post, InfoYou o HurdesNews… Y qué quieren que les diga, suenan a fruslería, a bagatela, a baratija… Y no llegan en autobús.

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