Tengo una amiga de origen chino que es sumamente educada. Cuando viaja en el autobús urbano o va a la carnicería, ocupa algún asiento vacío, pero en cuanto entra una señora mayor, se levanta y le cede el sitio. El problema es que no se ... lo aceptan. Las ancianas declinan la invitación a sentarse y prefieren seguir de pie, aunque, si están en el autobús, corran peligro de caerse por efecto de un frenazo brusco. Mi amiga china no entiende por qué es tan difícil ser bien educado en España. Ella sospecha que se trata de un caso de micro racismo, yo creo que es, también, perplejidad.

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La costumbre de ceder el sitio a las personas mayores era una regla de urbanidad muy arraigada que, con el paso del tiempo, se ha convertido en rareza esporádica. El caso de mi amiga entraña una doble singularidad: sorprende que alguien recupere un hábito antiguo y pasma que lo haga, precisamente, una señora oriental. Por eso, la reacción es de extrañeza y sospecha. ¿Qué pretenderá esta extranjera que me cede amablemente su asiento?

Mi teoría del estupor fue refrendada ayer cuando brindé mi sitio en el bus a una septuagenaria con bastón. Rechazó el ofrecimiento y, al reparar en mi asombro, adujo razones: «No puedo aceptarlo porque voy a un curso de habilidades sociales y la profesora nos ha recomendado que no nos sentemos en el autobús, si nos lo ofrecen, por si acaso». En ese «por si acaso» se resume el momento que vivimos, tan lleno de miedos. En lugar de disfrutar de la generosidad y la buena educación, preferimos protegernos por si acaso. Creemos que nadie, sea china o español, cede su asiento a cambio de nada. Desconfiamos de los valores y nos aferramos al miedo con coraje.

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