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A un lado, Waterloo, al otro, Millán Astray. En medio, nosotros, atrapados en lo que el diccionario de la RAE define como «un proceso que se repite indefinidamente», o sea, un bucle. La política española depende, por un lado, de quienes ensalzan a Franco y ... al fundador de la Legión, veneran la bandera inconstitucional del aguilucho y creen que la política es una guerra cultural contra conceptos como violencia machista, cambio climático, libertad de creación y hasta los carriles bici... Por el otro lado, están quienes creen que España es un estado opresor y fascista y también libran su propia guerra cultural consistente en inventarse orígenes remotos, símbolos artificiales, enemigos imaginarios y pasados gloriosos que incluyen la apropiación de Pizarro, santa Teresa de Jesús, Colón, Cervantes o Leonardo da Vinci.
Si Feijóo quiere gobernar, va a depender de los fans de Millán Astray; si Sánchez pretende ser presidente, tendrá que contentar a los grupis del prófugo Puigdemont. Quien gobierne dedicará sus mayores esfuerzos a ocultar su dependencia de los censores o de los nacionalistas ventajistas. La oposición se centrará no en proponer alternativas, sino en señalar la dependencia del gobierno, bien de Waterloo, bien de los antibicicletas.
¿Es posible salir de este bucle infernal? La solución sería un partido centrista que hiciera de bisagra y nos liberara de las dependencias extremas, pero la historia reciente nos enseña que cada vez que ha habido un intento centrado, nos lo hemos cargado. Somos como somos: nos quejamos del bucle, pero no nos gustan los equidistantes. Los llamamos bienqueda, tibios, mediocres, grises, anodinos... Nos va la marcha y así nos va.
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