En las alacenas de España, reposan platos llenos de barras de turrón, polvorones y mazapanes. Estaremos comiendo dulces de Navidad hasta Semana Santa. Antes, las madres guardaban el turrón entre las sábanas del armario y mi suegra escondía las pastas de piñones en la caja ... del dinero como si fueran joyas. Eran dulces contados y a duras penas quedaba algo de fruta escarchada para agasajar a los Reyes Magos y reanimarlos tras escalar hasta el balcón de casa. Tiempos inolvidables de austeridad en los que se contaban las patatas fritas para repartirlas equitativamente entre seis hermanos y en los bares, los días de fiesta mayor, tus padres pedían una Mirinda para cada tres y una ración de calamares rebozados: te tocaba media anilla.

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Todo ha cambiado tanto que los dulces no se acaban nunca, los niños pueden beber cuanto refresco quieran y los calamares les parecen un plato viejuno, prefieren tacos, burgers y pizzas calzone. Pero hay algo que no cambia: hoy es uno de los peores días del año. Y lo es para los niños de ayer, los de la Mirinda, y para los de hoy, los del cheesy chiken burrito. 

Volver al colegio o al trabajo el ocho de enero es penoso. Por mucho que detestemos la Navidad, la ilusión infantil nos contagia, afloran en nosotros los buenos sentimientos y regresar al cole o al curro significa abandonar un mundo efímero de bondad, aunque sea forzada, de sonrisas y emociones. Menos mal que nos queda la alacena, convertida en una reserva de buenos sentimientos. Cada vez que mordisqueemos una peladilla, volveremos a recordar estos días en los que, salvo Ortega Smith, auténtico villano de esta Navidad, hasta los políticos han dejado de zarandearse con saña.

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