Cuando uno viaja por este país tan maravilloso siguen contándole aquello de lo bonita que es Asturias, aquello de que ahora somos refugio climático, muchos ya conocen a Oviedo como origen del Camino y también que es origen de lo que ahora entendemos como nuestro ... país, desde aquella batalla de Covadonga, que como un gol en los cuartos de final de una Eurocopa, cambió nuestro destino para siempre, pero mil veces más que cualquier gol.
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El caso es que este país lleva disgregándose tanto tiempo que mantenerlo unido es una batalla diaria. Durante cuatro decenios se vivió la sangrienta independencia vasca, que unos locos llevaban a fuego y pistola, a bomba y asesinato y que, al fin, concluyó con éxito para el estado de derecho.
Ahora, desde hace ya un decenio, es Cataluña la que encabeza el ranking independentista y las pretensiones de marcharse, no sabemos cuándo y no sabemos dónde.
Cuando uno pasa unos días en Cataluña, vive en directo esa pulsión independentista que nos cuentan los medios desde la violenta rebelión de 2017, que ahora no ha existido jurídicamente, con base en la ley de Amnistía.
Uno puede ver pintadas y banderas, emblemas en edificios públicos, banderas españolas rotas ondeando en ayuntamientos, y la versión de algunos, acaso muchos, que siguen pensando que son artificialmente parte de esta nación que, no obstante, sigue suministrando agua y turistas, medios y resultados, serenidad y abrazos a quienes la escupen.
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La lamentable situación lleva a que cualquier español se sienta más en tierra extraña en Cataluña que un francés (que la pueblan a miles como turistas ocasionales), un inglés (que acuden a sus playas periódicamente) o un alemán (que la han escogido para quedarse al sol y la liviana temperatura del Mediterráneo).
No quiero yo hoy trasladar una sesuda reflexión sobre el independentismo o la pertenencia a una nación. Solo quiero contarles lo que he visto y cómo relacionarse con una nación puede hacerse en términos de unión, de respeto o de batalla permanente, y Cataluña ha optado por esta última.
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Hay toda una generación de chicos y chicas que en su momento creían que la Ikurriña era un emblema terrorista, porque ETA pretendió hacerla suya frente a todos los vascos de bien que no toleraban que nadie empuñase un arma. Ahora ocurre algo parecido con la bandera catalana, ni siquiera la estelada sino la constitucional. Hay un gran grupo de nuestros hijos que solamente entienden que esa bandera es la que quienes quemaron ciudades, agredieron policías, ocuparon aeropuertos, o volcaron todo lo que encontraron a su paso, para que, posteriormente, el dinero de España reparase sus desmanes.
Y esa es la verdadera lástima. Que los pocos que no son capaces de hacer del diálogo y la ley sus únicas armas hayan patrimonializado una enseña como muestra de un odio eterno. Nuestra Cruz de la Victoria precisamente simboliza lo contrario y por ello estamos tan orgullosos.
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