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Resulta que estamos en plena festividad de Halloween. Usted verá los comercios chinos haciendo el agosto en pleno puente de noviembre. Los jóvenes se disfrazan, no piden «truco o trato» (al menos en esto la contaminación americana no es total), pero la verdad es que ... viven la festividad con una intensidad que en nuestra época –perdónenme esta licencia de hombre mayor, pero solo pensar en disfrazarme hace que me sienta así– no se predicaba de ella.
Los reacios a la «invasión» americana, nos hablan del Samaín, una festividad histórica en la tradición celta, que tiene mucho que ver con el inicio del invierno, la ausencia de luz, las noches largas y frías, y el encuentro de los vivos y los muertos en un lugar, acaso intermedio, en una especie de duermevela en que los que no están se comunican con los que aún seguimos aquí. Esta tradición, también muy potente en otros países como México o Filipinas, es la que ha mantenido viva la fiesta.
Y la tercera opción, la que recordamos muchos de niños, era el día en que íbamos a los cementerios (obligados) a visitar a abuelos, tíos abuelos y gente mayor que recordábamos con dificultad, porque no acudir ese día a esos lugares de culto era pecado mortal ante la iglesia y ante el vecindario.
Recuerdo los primeros días de noviembre nevando o bajo un paraguas cuando hoy, mire usted por la ventana, el sol nos premia y esperamos 22 grados. Recuerdo niños que estrenaban ropa nueva porque era como un domingo de fiesta, de fiesta macabra porque teníamos que ir a un lugar hostil, con gente que lloraba (si su pérdida era cercana en el tiempo) o que ni siquiera recordaba el rostro de quienes velaban tras la lápida. Un día duro en mentalidad de niño.
Por eso, ahora que la secularización y el laicismo han tomado el país, y ya nadie mira mal a nadie porque no vaya a una iglesia o a un cementerio (ni porque vaya, afortunadamente), resulta que me parece enormemente positivo que mis hijas asocien un día como estos a una fiesta pagana como la de Halloween, que solo sea motivo de disfraz y diversión, o una fiesta mística, con una dosis de trascendencia que la aproxima a la religión, donde los mundos de vivos y muertos convergen en un punto extraño, pero que parece y donde pueden encontrarse.
Porque ya tenemos funerales en demasía, y porque quien quiera ir a un cementerio, puede hacerlo el día que desee, en la soledad de contarle a quien allí está, lo mucho que le echa de menos o qué hay en este país desde que no está. Y cada día que uno celebra, cada fiesta que sumamos, cada puente en que podemos ir a conocer lugares cercanos o lejanos, son un nuevo logro.
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