Establezcamos algunas premisas ab initio para evitar confusiones, que las palabras las carga el diablo y todo se malinterpreta, incluso con aclaraciones previas.

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1.- Nadie que me haya leído dudará que soy más azul que la camiseta del Real Oviedo. Son casi 40 años de ... fidelidad, con todo lo que conlleva, alegrías y disgustos, pero la fidelidad no mira esas cosas.

2.- Cuando escuchaba a mi abuelo la tan tañida expresión de «ya nada es lo que era» entendía que se disgustara por los cambios de un mundo que acaso no entendía, pero que evolucionaba y, casi siempre, lo hacía para bien.

3.- En la senda del correlativo anterior, este país, en apenas dos decenios, ha cambiado diametralmente, para no tolerar conductas irrespetuosas, irresponsables o groseras con nadie por tener distinto sexo, raza, religión o condición física.

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Y todo esto viene a que la Liga de Fútbol profesional ha remitido al comité de competición de la Real Federación Española de Fútbol y al comité antiviolencia un acta con insultos de la afición del Sporting a la del Oviedo y al club.

Una cosa es una aficionada, que profirió insultos racistas a un jugador del Real Oviedo, que no tiene un pase, y que tendrá que tener toda la sanción posible, porque, como decía anteriormente, afortunadamente hemos cambiado y lo hemos hecho para bien, y otra distinta, a mi modesto entender, que hagamos del fútbol un lugar insoportable porque cualquier conducta es sancionable.

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He vivido un fútbol que ahora no imaginamos, con bengalas, objetos que se arrojaban al campo, insultos a árbitros y amenazas a rivales. Eso se ha acabado, afortunadamente, y nunca volverá, porque a los padres de niños que no saben comportarse en los partidos de sus hijos, los propios clubes los expulsan y les invitan a que griten e insulten en su casa.

Pero otra cosa distinta es que una afición, sea la que sea (parece paradógico al menos que yo esté defendiendo a la del Sporting, pero entiendo extensible esta consideración a todas) no puede proferir gritos contra su eterno rival y que se considere cualquiera de ellos un acto de odio e incitación a la violencia.

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Hay un trecho insoslayable entre unas conductas y otras, e intentar igualarlas no hace bien, porque toda generalización conduce a la injusticia. Saquemos de los campos a los violentos, a los racistas, a los sexistas, a los agresores. Pero si pretendemos que un aficionado se siente, mire al campo, observe el partido y se limite a decir «cáspita» cuando su equipo falla, «pardiez» cuando se le pita un fuera de juego o «malandrín» a un rival que celebra un gol es que no hemos entendido la parte del deporte que es espectáculo.

El éxito es siempre la mesura. La mesura entre la tolerancia cero a la violencia y la posibilidad de dar un grito de descontento o de desprecio (sí, desprecio) al equipo rival.

En caso contrario, la mesura nos llevará a la robotización.

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