El fundamentalismo religioso intolerante nos volvió a golpear el veran pasado. Esta vez lo hizo apuñalando al escritor Salman Rushdie. Musulmán nacido en la India, de cultura anglosajona. En el ya lejano 1988 publicó la novela 'Los versos satánicos'. La leí en los años 90 ... del siglo pasado. A mi modo de ver, me pareció una aguda sátira literaria sobre el profeta Mahoma, que nada tenía que ver con la defensa de la libertad de expresión, ni con una crítica de la religión musulmana. Recuerdo vagamente que el título se basaba en una leyenda, en la que entre los versículos 19 y 23 de la sura 53 del Corán se hacía referencia a tres deidades, Allat, Uzza y Manat, considerándolas hijas de Alá, a las que se adoraba antes del monoteísmo predicado por Mahoma. Nada más publicarse hubo críticas furibundas en la India y Pakistán, pero lo que convertiría la vida del autor en un infierno y tuvo que esconderse acosado por fundamentalistas, que podían poner en peligro su vida, fue cuando el ayatolá Jomeini, por aquel entonces líder espiritual de Irán, en febrero de 1989 promulgó un dictamen jurídico (fetua, fatua, o 'fatwa') denunciando que el escritor era supuestamente un blasfemo al que había que perseguir y castigar con la muerte. Incluso se puso el precio a su cabeza de unos tres millones de dólares. Las manifestaciones se sucedieron en todo el mundo musulmán y se quemaron ejemplares de su obra. Pues bien: 33 años más tarde, se dice bien, el escritor fue apuñalado por un hombre cuando iba a dar una conferencia. No sabemos si la acción asesina, perpetrada por Hadi Matar, fue premeditada y responde al llamamiento que hizo entonces el ayatolá Jomeini, o es un sujeto con 'Sindrome Amok' (tomado de la palabra malaya 'meng-âmok') con el que los psiquiatras se refieren a sujetos que tienen comportamientos episódicos de extrema violencia contra los que no piensan como ellos.

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En cualquier caso, el intento de matar a Rushdie tiene ciertas similitudes con el asesinato del cineasta y presentador de radio y televisión holandés Theo van Gogh, el 2 de noviembre de 2004. Había realizado la película 'Sumisión', en la que describe los malos tratos que sufren las mujeres en las sociedades islámicas y suscitó la indignación de musulmanes fundamentalistas en Holanda. Fue degollado por Mohammed Bouyeri, un joven holandés de origen marroquí. También se puede, cómo no, relacionar con el atentado que sufrió el semanario satírico parisino 'Charlye Hebdo', por la publicación de unas caricaturas del profeta Mahoma. Lo que nos permite extraer la conclusión de que vivimos bajo la intolerancia mostrada por algunos fanáticos o desequilibrados con el 'Síndrome Amok', que siempre estarán dispuestos a ejecutar a los que consideran enemigos de su fe. Pero ojo, la violencia no solo está donde creemos. Decía Tzvetan Todorov, en su magnífico libro 'El miedo a los barbaros', que «la tolerancia con los otros es mucho más fácil si se apoya en una base de intransigencia respecto de todo lo que es intolerable. Es inadmisible condenar a muerte a ciudadanos de otros países, y hay que recordar estas normas a todos los gobernantes». Es igual de intolerable el ataque a Salman Rushdie que el asesinato perpetrado por la CIA, por medio de un dron, del líder de Al- Qaeda Ayman al- Zawahiri, en Afganistán, curiosamente dos semanas antes. Me dirán que los dos casos no se pueden comparar: Al- Zawahiri era un buscado terrorista y Rushdie es un escritor. Por supuesto, son casos distintos, pero son igualmente inadmisibles.

Lo que pasa es que estamos viviendo en un mundo globalizado que, paradójicamente, ha generado una propulsión de las identidades, ya sean nacionalistas, religiosas o étnicas, y esto significa la pérdida de las referencias culturales. Asistimos a identidades colectivas fragmentadas, pero globalizadas. El creciente activismo en la red de páginas islamistas se debe a la creciente desterritorialización de una población musulmana, que según el arabista Olivier Roy, «busca reconstituir un espacio virtual comunitario allí donde la realidad sociocultural ignora o rechaza su identidad religiosa». Comunidades virtuales desterritorializadas que obedecen la 'fatwa'. De ahí la diferencia axiológica: para los musulmanes fanáticos repartidos por el mundo, la novela de Rushdie es blasfema porque lo dijo Jomeini. En cambio, para los occidentales, la condena al autor de 'Los versos satánicos' fue recibida, entonces, con cierto desconcierto, como indicador de la creciente secularización de las sociedades democráticas. Para los ciudadanos británicos la cuestión que se planteó fue de jurisdicción: ¿tiene derecho un ayatolá iraní a dictar sentencia de muerte contra un ciudadano inglés que es escritor y reside en un país donde existe libertad de expresión? Contra Rushdie se ha dado rienda suelta a años de resentimiento antioccidental. Se le convirtió en un chivo expiatorio, porque en el mundo occidental no solo se negaron a prohibir el libro, sino que vendió más ejemplares por la publicidad que, sin querer, le dio una condena absurda, lo que agravó el escándalo que comportaba, según los intolerantes. De forma paralela, ¿puede Estados Unidos dictar sentencia de muerte y ejecutar a un terrorista que no está dentro de su jurisdicción? El mundo por el que transitamos necesita de muchos ajustes y esto acaba generando explosiones de violencia irracionales. Las sociedades abiertas, en términos popperianos, en las que no existe censura, aunque cada vez son menos, porque las redes sociales vomitan todos los días odio y resentimiento, siempre opondrán sus razones frente a la prohibición y el ahogo del espacio de libertad de creencias, de expresión y de conciencia. Entender la tolerancia es poder percibir y definir qué consideramos intolerable, qué es lo que no podemos aguantar, qué es lo que rechazamos y por qué no se puede soportar ningún acto de barbarie, venga de donde venga. Frente al fanatismo tolerancia cero.

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