El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos», le decía Bogart a la Bacall. Un poco como nosotros: el mundo en llamas, pero los españoles nos vamos de vacaciones. Da igual lo que nos encontremos a la vuelta. ¿Quién nos asegura que volveremos vivos de ... Punta Cana, de las playas de Almería o del pueblo de nuestros mayores? El fin del mundo ya ha llegado con la factura de la luz, la inflación, la séptima ola de la pandemia, el encogimiento de las cuentas bancarias… Nos pilla curados de espanto. Joie de vivre. Carpe momentum. Estamos jodidos, pero, por unos instantes, con una cerveza helada en la mano todo se relativiza. Los somalíes dicen que un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez que ve su rastro, la primera vez que le oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él. Los españoles hemos perfeccionado el asunto: ni siquiera con el rastro nos amilanamos, no hasta que no llegue septiembre. Les pueden dar a los políticos, a Putin, a los alquileres. Faltaba más.

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Lo importante es que no se nos mueran las plantas. Con este calor y un par de semanas fuera, agonizarán de sed. Hay muchos métodos, los estudiamos hasta el paroxismo (yo tengo una planta que es como un Cadillac: chupa 'gasofa' que no veas), y al final concluimos que lo mejor es el consejo de la abuela: un caldero con agua conectado a la tierra del tiesto con unas tiras húmedas. Y a ver si hay suerte. El objetivo es la playa o la montaña, la cosa es convertirnos en demiurgos de la nada. Llegamos tan agotados que tal parece que todos los componentes del equipo jugasen con cuatro faltas personales. Y se nota. Cervantes empleó 23.000 palabras en el Quijote. A principios del XX, un español culto usaba unas 10.000 palabras. Hoy, los escritores usan 5.000. El español medio maneja 1.000. Y yo, durante quince días, aspiro al segundo récord mundial: dos, tres palabras a lo sumo, alguna expresión suelta, lo justo para comer, beber y encontrar hueco en la arena. Esto lo digo porque el récord absoluto lo mantiene Lenny Kilmister, el que fuera cantante de Motorhead: «El verano de 1975 fue fantástico. No me acuerdo de nada, pero nunca lo olvidé».

Y piensas en la abeja maya. Y piensas en cuántos kilómetros serán una maratón (y lo buscas en la red). Y piensas en la escala de picor de Scoville (y la buscas en la red). O repasas los horarios del museo que vas a visitar mañana. O reservas en el restaurante donde te gastarás la pasta que no tienes. El verano es sagrado, oiga. Un verano en el que se terminarán muchos matrimonios (demasiadas horas juntos), pero donde también nacerán amores, unos serán efímeros, otros quizás duren. Los chavales disfrutaran de las 'happy pandis', de las bicicletas, de los primeros cigarrillos y las primeras birras. Y hablando de birras, ¡qué importante es que nos tiren bien la cerveza! Y qué esencial es llevarnos ese tocho de mil páginas, y echarnos en la tumbona, a la sombra, y dejar que nos vaya entrando el sueño, y que el libraco resbale a la hierba, y quedarnos fritos, con un pequeño hilo de babilla corriendo por la comisura de la boca. Pequeños milagros cotidianos.

No hay plazos, no hay horarios. El tiempo, que adquiere otra dimensión, ya no destruye los mundos, como nos insiste el Mahabharata. Bienvenida la matraca de las chicharras. Pasamos horas viendo el curro de las hormigas entre la hierba. El movimiento de las nubes, que si se parece a esto o a lo otro. Las noticias ocurren, pero solo en los periódicos. Y yo cito a Lenin que a su vez citaba a Napoleón: «nos comprometemos y después… ya veremos». Porque el verano es un exorcismo. Una catarsis. Lo ideal es irse lejos, ser alóctono, o sea, no ser originario del lugar donde nos encontremos, igual que los cipreses romanos, que son de Chipre. Cuanto menos entendamos la lengua, mejor. De higos a brevas haremos algún esfuerzo: que si hay que cambiar el botellín de agua, que ya toca el bufé libre, que debemos comprar un protector solar, que se nos está acabando. Bien, la cosa va bien.

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Y dormimos diez horas, como un lirón, como un bebé, como un cesto, como un tronco, como un ceporro, cuando en casa hay suerte si enchufamos seis seguidas. Estamos lejos de las redes y su ley de Godwin, que dice que cuanto más se prolonga un debate online más se acerca uno a la probabilidad de que te comparen con Hitler. Nada de crispación. Nada de dialéctica. No se me ocurre una razón buena para cabrearme. Ni siquiera una mala. Lejos de mí las cabinas telefónicas, porque si no tendría que cambiarme, como Supermán. Y no, no se trata de salvar el mundo, sino de salvarnos a nosotros mismos. Durante quince días. Hagan otros la guerra, decían en la Viena de los valses, porque tú, feliz Austria, te casarás. Los reinos que a otros da Marte, a ti te los dará Venus. Yo quiero ser Austria. Durante el tiempo que dure un vals. El que dure más, que creo que es El Danubio Azul.

Y la barriga. Esta barriguita portátil que vas echando día a día. Llegará el tiempo de la penitencia, del régimen y la piscina. No te atormentes, aún queda, y entretanto, una jarrita de cerveza, y oye, dónde cenamos hoy, a lo mejor en ese chiringuito tan cuco que vimos al pasar. Te llegan rumores de la política española, pero recuerdas aquella frase del Duce sobre la dificultad de gobernar Italia: «No es imposible, es completamente inútil». No, aún te quedan unos días de asueto, lejos de ti los gañanes y la gramática parda. Viva la tumbona. Viva esa incapacidad para engarzar frases. Viva la cerveza helada. Viva esa sensación de otredad. Vivan los eternos Georgie Dann y la Carrá, «qué fantástica esta fiesta/qué fantástica esta fiesta con amigos y sin ti». Esta es la madre de todas las batallas: descansar. Y ya, con la venia del lector, continuaré haciendo lo que vine a hacer: intentar descifrar el sentido de la luz que atraviesa la hoja de un árbol, y dibuja extrañas formas en la hierba.

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