Cuando el ciudadano y contribuyente contempla, día tras día, cómo miles de personas procedentes de Marruecos y de otras naciones de África traspasan nuestras fronteras mediterráneas y atlánticas de manera totalmente ilegal y, a veces, violenta, no puede por menos de echar mano del Diccionario ... de la Real Academia Española (RAE) para conocer el significado de dos palabras: inmigración e invasión. El primero es claro, clarísimo: «llegar a un país para residir en él». En cuanto al segundo, se acerca más a la realidad que estamos observando hoy: «entrar por fuerza. Ocupar anómala e irregularmente un país».
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Conocido el sentido real de lo que es una invasión, se llega a la conclusión de que esto es lo que se está dando cuando en nuestros límites territoriales, y cada vez con más frecuencia, se saltan verjas de gran altura y alambradas, para cuyo acceso se utilizan garfios, barras de hierro e instrumentos cortantes que sirven, más de una vez, para lesionar a la Guardia Civil y miembros de nuestras fuerzas de seguridad, presentándose estas multitudes en otras ocasiones en tromba en las playas, corriendo hacia el interior para ocultarse, alterando el orden público hasta que al menos parte de los 'invasores' son detenidos y trasladados a centros de recepción, no siempre humanamente adecuados, para ser repartidos posteriormente por algunas comunidades autónomas.
Muchos de los migrantes carecen de toda documentación, dificultando trasladarles de nuevo a su tierra y, en conjunto, se trata de jóvenes pobres que serán atendidos a costa del erario público.
Ante estos hechos, el español de a pie no comprende cómo existiendo una estructura jurídica sostenida por una Ley de Extranjería, reales decretos, órdenes ministeriales, circulares y notas informativas, todo ese acervo no sirve para frenar esta 'invasión'. Una normativa que se va a convertir en humo de paja o pura bambolla y ostentación.
No menor extrañeza muestra el español sabedor de que existiendo un Ministerio de Asuntos Exteriores, en que diplomáticos de carrera dotados de una formación jurídica y humana extraordinaria para concertar acuerdos o convenios de migración, no los logran con los países de donde proceden los inmigrantes ilegales o que, contando con un Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, no se dedique, en la parte que le corresponda, a evitar o, al menos reducir, esta 'toma' de nuestro territorio. Y, en fin, que disponiendo de un Ministerio del Interior con sus fuerzas de seguridad a disposición del Estado, el problema continúe y no se empleen todos los medios legales y constitucionales para reducirlo.
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Cierto es que la mayor parte de los ciudadanos no dudamos de que se esté haciendo lo que se puede, pero ha llegado el momento en que habrá que esforzarse para hacer más de lo que se puede.
Menos comprensible, si cabe, es que una nación como España, que tiene un paro, cuando menos del 15%, tratándose de adultos y el 40% si se habla de jóvenes, pueda encontrar ocupación para estos seres humanos con diferente idioma, cultura y religión, aunque se trate de las profesiones más humildes imaginables. Y mucho menos aún conseguir su adaptación, asentamiento físico, culturización e integración, que son los pasos que ha de seguir cualquier verdadera inmigración para que pueda dar satisfacción a todos.
Ante esta insuficiente defensa de nuestras fronteras, bueno será recordar, brevemente, cómo se llevó a cabo la emigración a naciones como Francia, Holanda, Alemania, Bélgica, Suiza... de quienes en aquella época se trasladaban a tales países: los gobiernos europeos presentaban al español una lista de las profesiones que necesitaban sus empresas (metalurgia, minas, industria naval, relojería...). Recibidas las ofertas de empleo, los servicios de migración españoles las anunciaban para los que deseasen emigrar dentro de la máxima legalidad. Obtenido un número determinado de aspirantes, se trasladaba a España una comisión extranjera, compuesta de un representante de la embajada en Madrid, un médico y un técnico. El médico, en el día previamente señalado, se presentaba en el lugar de la provincia correspondiente y en presencia de un facultativo de la sanidad española practicaba los reconocimientos. Superados aquellos, el técnico procedía a comprobar que las cualidades profesionales de los potenciales emigrantes se ajustaban al mínimo exigido por las empresas, llevando a cabo unas pruebas, que, por cierto, en Asturias, se llevaban a cabo en los magníficos talleres de la antigua Universidad Laboral. Concluida esta fase, se señalaba a los admitidos la fecha de partida, una vez que disponían ya de un contrato de trabajo. Llegados a las empresas solicitantes, comenzaban su labor, facilitada por un intérprete durante cierto tiempo, y se instalaban en las residencias de las que cada uno de los centros de trabajo disponía.
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Tratándose de Australia, en la que cientos de españoles aspiraban a iniciar una nueva vida, se comenzaba el procedimiento para gestionar su salida de forma muy parecida al europeo, si bien no iban a disponer de un contrato de trabajo, sino exclusivamente de la promesa del Gobierno australiano de facilitarles la ocasión de trabajar. El viaje, en principio, se hacía en barco. Llegados a Melbourne, un tren les esperaba en el puerto, dotado de enfermeras, asistentes sociales y un médico, siendo trasladados al Centro Técnico de Boneguilla, a cien kilómetros del punto de desembarque. Allí eran saludados por el director de la institución y se les informaba de los aspectos siguientes: dispondrían de una vivienda, los niños (pues esta emigración frecuentemente estaba formada por familias) asistirían a clases de inglés al día siguiente de llegar, una oficina de colocación a la que debían presentarse a diario les daba a conocer el tipo de trabajo o profesión disponible y el lugar geográfico en que estaba situado el puesto, pudiendo elegir el que más se ajustase a sus aspiraciones, y se les indicaba el salario correspondiente a cada oferta.
En aquel centro podían permanecer tres meses, tiempo que nunca agotaban, dado que eran conscientes de que allí habían ido a trabajar, ganar dinero y, quizá en un futuro, establecerse por cuenta propia, como sucedió en algunos casos. Se les pagaría una libra australiana para 'menus plaisirs', a la semana y dispondrían de comedores.
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La inmigración clandestina o ilegal no existía. Solo estaban cerradas las puertas de Australia, a cal y canto, para los chinos, salvo casos especiales.
Así se defendían las fronteras en aquellos tiempos, si bien la siempre necesaria objetividad obliga a admitir que en la inmigración española a Europa existieron los pícaros de siempre, que en autobuses y cobrando un precio elevado trasladaban a quienes no utilizaron los trámites oficiales para emigrar, dejándoles en las principales plazas de las ciudades de llegada, lo que les obligaba a pedir socorro a 'mamá España', es decir, a los consulados o a los servicios laborales de las embajadas, para resolver de la mejor manera posible sus problemas.
Confiemos en que pronto se vaya mejorando la defensa de las fronteras y se evite algo que no solo perjudica al Estado Español, sino a los que bien pueden calificarse en un puro lenguaje castellano, como 'invasores'.
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