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La atención que despierta la guerra de Ucrania ha distraído en las últimas semanas de otras cuestiones también preocupantes. En España se acumulan los problemas, algunos derivados de las consecuencias colaterales de la propia guerra, también hay que decirlo y, por supuesto, herencia de la ... pandemia que castigó a lo largo de dos años, y todavía continúa causando problemas y una alarma que no debería ser desdeñada.
Pero con todo, ahora mismo el asunto más preocupante es la inflación, disparada y sin remedios claros para frenarla. El último dato conocido la sitúa en el 9,8 por ciento, el más elevado desde 1985. La inflación desestabiliza el conjunto de la economía, genera conflictos sociales y complica, y mucho, la vida de las familias. Con el casi diez por ciento que ronda ahora mismo es muy difícil equilibrar las cuentas entre ingresos y gastos.
No es un problema único en España en estas circunstancias, pero sí estamos entre los países más afectados. Cuando se habla de inflación desbocada es imposible no recordar algunos casos en que alcanzó porcentajes de tres cifras, obligó a cambiar la moneda y acabó derribando a gobiernos incompetentes. La superinflación fue un antecedente de la Segunda Guerra Mundial y de la llegada de Hitler al poder.
En principio, los países de la Unión Europea, sometidos al control del Banco Central están menos expuestos a desastres económicos de semejante naturaleza. Pero la situación es delicada y quienes más lo sienten son las amas de casa cuando acuden a hacer la compra y comprueban que la cesta es más cara que ayer. Las noticias que llegan del disparate que es la inflación en Venezuela, por ejemplo, atemorizan.
He tenido la oportunidad de vivir un año como corresponsal en Buenos Aires con una inflación incontrolable. Yo mismo cambiaba cada mañana una cantidad mínima de dólares, porque sabía que unas horas más tarde obtendría más pesos. Aquello era una locura. A primero hora los supermercados colgaban el precio de los productos y al mediodía cerraban una hora para que los empleados los subiesen.
En el tiempo que permanecí allí, vi cómo se cambiaban los ceros de los billetes, que acababan convirtiéndose en millonarios. Aparte, estaban las consecuencias indirectas, con los proveedores retrasado las entregas para que el tiempo perdido aumentase el precio de las mercancías. No era extraño ver camiones detenidos en espera de que pasaran los minutos para la revalorización de la mercancía.
Estos recuerdos no son transferibles a la actual inflación. Los sistemas económicos de los países desarrollados tienen recursos para impedir que la situación se agrave. Pero empezar a aplicarlos desde abajo es algo que no permite esperar. Bruselas tiene mucho que hacer, pero Madrid También.
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