Se dice que la patria de cada hombre es su infancia. Como todas las afirmaciones de comprobación dudosa, esta procede a buen seguro de un nostálgico bien cebado. Otro tanto podría decirse de la infancia de Antonio Machado, en sus versos, correteando por un patio ... con limoneros en una ciudad donde nunca nieva; aunque eso sí, las calores, como ellos dicen, la achicharran en verano.
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Mi infancia, en cambio, me la recuerdan las fotos que aparecen en este invento donde escribo, viendo los pueblos de Allande nevados. Una nevada discreta, hasta ahora, que nada tiene que ver con las de los años de la posguerra, donde, además de pertinaces sequías, las nevadas se medían por encima de la boina, cuando había que abrir un paso para que el ganado abrevara. Qué bonitos están ahora los pueblos, e incluso la villa: blancos y radiantes como una novia. Y los árboles se convierten con los copos en flor de cerezo. Pero, mirando hacia atrás con ira, veo a mis ascendientes de madreñas y escarpines, rompiendo la nieve helada para desenterrar los nabos. Veo aquel llar, llamado en lengua sin normalizar shariega, sacando humo de los pies al calentarlos. Veo los caminos cerrados, y la muerte aullando en las noches con el sonido de los lobos y el responder de los perros, porque con aquel panorama no habría médico ni medicinas para las pulmonías. Y en aquellas situaciones a duras penas se llegaba hasta la escuela. Y el carpintero, que trabajaba en su cobertizo, no me pediría que metiese mi cuerpo estirado y desgarbado de doce años en el ataúd, para compararlo y ver si cabía el muerto. Mi infancia, en fin, como la de muchos que nacimos durante una guerra y tuvimos que vivir los primeros años escuchando noticias de otra, fue, cómo les diría... No se me ocurre una palabra que no indigeste a los bien pensantes.
Ahora también nieva en el otro cabo de la vida; o sea, donde se acaba la cuerda. No hay motivo para quejarse, puesto que la estufa calienta y, por el contrario, las ilusiones se van enfriando. Leo un panfleto que me enviaron de Alejandro Jodorowsky, y el polifacético artista se muestra encantado de vivir a sus más de 90 años. Quién lo diría, desde aquella tierra profunda, de donde salí pisando nieve y lloviendo piedras, me senté al lado del gran Jodorowsky, cuando por primera vez lo trajo a Gijón Faustino Arbesú al Festival del Cómic. Aquellos eran tiempos todavía de esperanza, cuando alentábamos para la cultura. Pero los lobos de las nevadas aullaron de nuevo, esta vez desde los despachos.
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