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Quienes tuvieron la suerte de nacer en esa Asturias que ahora llaman vacía y edad para tener memoria casi pueden intuir el fuego en el monte. Entre diciembre y marzo, el tiempo seco y el viento siempre anunciaron las quemas. Algunas controladas y la mayoría ... provocadas por sinvergüenzas a los que les resultaba más cómodo el cerillazo que partirse la espalda en los desbroces como hacía la mayoría. Sí, hubo un tiempo en el que el monte lo cuidaban los vecinos. Los caminos que hacían de cortafuegos y las zonas de pastos se limpiaban rozón en mano. Eso era antes de que la mayor parte de la zona rural quedara para las árgomas y los jabalíes. Hoy son pocos los que viven al pie de las carbas. Por desgracia, tampoco se han extinguido los bárbaros dispuestos a subir al monte con una lata de gasolina. El problema ahora es que el combustible natural abunda como nunca y el riesgo de que una quema acabe en tragedia se dispara. Alguno de estos pirómanos no será el primero que se da de bruces con la Guardia Civil, pero están convencidos de que el beneficio compensa el riesgo.
El perfil de los incendiarios es conocido, lo trazan las condenas. El presidente del Principado les ha llamado terroristas. Lo son en el sentido literal de la definición. Infunden terror. Pero no se trata de complejas bandas organizadas, más bien de individuos cabreados e inconscientes, con el suficiente desprecio por la vida de los demás y que suelen actuar en los mismos lugares, espacios naturales que arden con una estremecedora periodicidad. Si algún político no lo tiene claro, solo tiene que preguntar a la Fiscalía asturiana. Más clara no puede ser. Otra cuestión es el caso que le hacen.
Tal vez convendría hablar de medidas de prevención, recursos para la extinción y equipos para la investigación de los incendios. Ese debate surge cada vez que las llamas nos espantan y se olvida en cuanto se disipa el humo. Difícil será abordar el problema si alguno se empeña en reducir el asunto al debate del calentamiento global. Sean los expertos de ocasión acostumbrados a equiparar Asturias con Almería o los ministros que le echan a la sequía la culpa de 150 incendios. El cambio climático es evidente, pero no anda con un mechero en la mano. Mientras el Gobierno asturiano se desgañitaba para amedrentar a los pirómanos y preparaba ayudas de emergencia, Fernando Grande-Marlaska se acercó un ratito al norte para asegurar que los medios de extinción eran «suficientes» y que tal vez «algún» fuego era provocado, pero que estos «desastres son cada día más comunes como consecuencia del cambio climático». Pues sí, hay que ser ministro muy del interior o no estar dispuesto a dedicarle diez minutos a escuchar a un bombero, brigadista, militar, guardia civil, policía o ganadero o -cualquiera vale- de los que se han jugado la vida frente a las llamas. Menos mal que llovió.
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