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No sé si la llegada del AVE (o el Alvia plus, o lo que sea), el buen verano turístico o la nueva implantación de empresas ... están suponiendo, o no, un cambio de tendencia en nuestro pequeño y verde país. No sé si estamos empezando una década del cambio. O no. Pero si de verdad vienen tiempos nuevos vamos a tener que cambiar algo más que los titulares. Para empezar, nuestra mentalidad.
Tenemos que dejar de hablar tan mal de los ricos, su riqueza y sus impuestos. Aunque sólo fuera porque la única manera de reducir cualquier pobreza es aumentar la riqueza. Matemáticas puras: a menos pobres, más ricos. Y créanme, la multiplicación de los panes y los peces no funciona, de la miseria no se sale por obligación ni en bloque; y menos por decreto.
La política -y la economía- son discursos. Y no entiendo qué complejos arrastramos atribuyéndole a la escasez cualidades como humildad, solidaridad, autenticidad… Como si no se pudiera ser pobre y mala persona. O rico y honrado. Por el contrario, hablar de disciplina fiscal, ahorro, meritocracia, innovación, espíritu emprendedor, comercio, sindicalismo responsable, eficiencia funcionarial, ética en los negocios, respeto a la propiedad pública, inversión en infraestructuras, competencia justa… Nos iría mejor poniendo el acento en eso y menos en la desconfianza sobre los mercaderes, el peligro neoliberal, la deshumanización capitalista, la opresión de los millonarios, los peligros de la flexibilización, el diabólico afán de lucro, el egoísmo, el individualismo… La deshumanización.
Tenemos que cambiar nuestros discursos, como país. Pedimos industrialización y no queremos industrias; pedimos más empresas, pero no queremos empresarios; presumimos de paraíso natural y nos dedicamos a ensuciarlo. ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué queremos? ¿De qué hablamos?
Demasiados cementerios están empedrados -y empoderados- de buenas intenciones: el buenismo no funciona y autodenominarse defensor de los trabajadores, de los obreros o, directamente, de los pobres del mundo, no hace mejor a ninguna sociedad. Y, sobre todo, no convierte sus recetas en más eficaces. Todos esos listos que dicen no entender por qué sigue habiendo obreros tan tontos que votan a la derecha deberían empezar a pensar que la eficacia está por encima de la demagogia. Que la mejor defensa de los trabajadores es crear muchos y buenos puestos de trabajo; y que todos sabemos quién hace eso. Y no es ningún Gobierno.
Cualquier persona que abra un negocio, una carpintería, un restaurante o un 'call center' está defendiendo a los trabajadores. Directamente a aquellos a los que proporciona un empleo. E indirectamente a todos los demás. Por pura lógica, un país con más empresas ofrece a todo el mundo la posibilidad de escoger mejor y no tener así que aceptar lentejas.
La ley no es la mejor ni la única herramienta para defendernos y prohibir las situaciones de abuso y explotación. Entre otras cosas porque la ley ya prohíbe las situaciones de abuso y explotación. Pero eso no impide que se sigan produciendo. Y eso deberíamos aprenderlo: si fuera tan fácil, la ley prohibiría directamente la pobreza, el paro o la discriminación; y sanseacabó.
Pero es el mercado, idiota. La mejor defensa de un trato justo entre empleadores y empleados es un mercado equilibrado. Y hacia ahí debemos avanzar. Si tuviéramos en nuestro país los suficientes empresarios que ofrecieran condiciones justas, aceptables y sostenibles, no habría tanto debate sobre la falta de profesionales. Ese es el verdadero cambio que necesitamos. Más que la velocidad de los trenes, el veranín de san Andrés o los fondos 'next generation', necesitamos comprender que la pobreza se combate con riqueza y que sin empresas nunca hay paraíso.
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