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Toda nación tiene sus mitos fundacionales. Las naciones de naciones, y las uniones, también. Los Estados Unidos de América, por ejemplo, se establecieron como una ... república nueva, de ciudadanos libres e iguales, llena de oportunidades y en la que, trabajando duro, cualquiera podía llegar alto. Y llevar armas. Europa, por el contrario, se pactó como una Unión entre diferentes, en la que monarquías y repúblicas pudieran convivir pacíficamente para que los conflictos no se resolvieran con guerras ni armas. Que ya habíamos tenido bastante.
¿Y nosotros? Pues este pequeño y verde país nuestro -por cierto, con una fábrica de armas de la que hablamos poco- se fundó como un reino, que cobró sus propios impuestos, inventó caminos y también idiomas, pasó a principado, olvidó el nombre y no terminar de encontrar su sitio entre las autonomías españolas constitucionales. Las históricas, dicen.
¿Y todo esto qué consecuencias tiene? ¿Cómo nos influyen mitos fundacionales de hace cincuenta, doscientos o mil trescientos años? Pues piensen que hay naciones, países y estados que funcionan y otros no. Y que es por algo. Y cuando decimos que los asturianos tendríamos que ir todos a una, pedir mejor, gobernarnos limpiamente y conseguir que no nos tomen el pelo, estamos hablando de eso; exactamente de eso: de nuestro mito fundacional.
Para funcionar como sociedad deberíamos poder crear y conservar más y mejores puestos de trabajo; para nosotros y para los demás. Lo llaman emprendimiento, o democracia liberal, o capitalismo. Y tiene mucho que ver con la historia y la voluntad. Los países, por ejemplo, que estuvieron más de cuarenta años bajo alguna órbita comunista no acaban de arrancar. Les cuesta. Igual que, en el otro extremo, estados como la Argentina, que muchos consideran un país riquísimo con unos gobernantes corruptísimos, se debaten entre el desastre y la motosierra. No hay un modelo perfecto: los conflictos raciales en Estados Unidos son tremendos; en Italia las tensiones entre el norte y el sur tampoco son ninguna broma; los alemanes siguen sin saber integrar a sus Lander orientales; Francia añora no se qué grandeur desparecida; y el Reino Unido se volvió loco con el Brexit.
Olvidemos entonces todo eso de que los asturianos no tenemos remedio. O de que España no tiene remedio, o que somos lo que somos porque no pudimos ser otra cosa, o que si alguien no se siente como yo es porque está enajenado o es un anti-español. Autoconvencerse así de que los problemas no tienen solución, o los países no tienen remedio, o todos los que piensan distinto -en el plano nacional o en cualquier otro- es porque acabar contigo (con España, con Asturies o con Europa) produce efectos tan perversos como evitables. Desconfíen de los que pretenden alertarnos de lo mal que está todo y lo único que consiguen es alejar la solución, impedir el remedio y producir frustración y melancolía.
No es tan difícil refundarse. En la transición, Asturies se repensó en base a tres principios generales. Por lo que fuera, nos convertimos en una autonomía modelo, apostamos por lo público que otros gestionarían, y renunciamos al egoísmo identitario para reconvertir nuestra maltrecha economía.
¿Y funcionó? No del todo. Por eso insisto en que podemos y debemos enmendar, solo parcialmente, esos mitos y poner más acento en estas tres cuestiones. Uno, exigir a nuestros llevadores más lealtad a nuestro país y a nuestras instituciones y menos a sus partidos. Dos, reconocer a los emprendedores su papel central en la creación de riqueza y empleo. Y tres, convertirnos en nacionalidad histórica superando los complejos identitarios.
También valen como propósitos de año nuevo.
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