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Aparte de solteros contra casados, hay dos formas de jugar al fútbol. Entre amigos, digo. Una es la de toda la vida: la de la ... llei de la caleya, el que la tira va por ella, no vale trallu y penalti sobre gol, gol. Y la otra es la que todos practicamos alguna vez con críos muy pequeños para que los partidos no acaben en goleadas humillantes. Que, a ver, no son trampas; son reglas flexibles, goles virtuales y marcadores imaginarios. ¿Se reconocen? ¿Sí? Pues así es un poco la democracia: un sistema en el que en ocasiones se compensan desigualdades -con cuotas, impuestos, reinserciones, amnistías o exenciones- y en otras se nos llena la boca con que somos todos iguales, la justicia es ciega y no existen los privilegios.
Por supuesto que no somos todos iguales. Para empezar, no pensamos lo mismo. Si, por ejemplo, le preguntamos a un rico cómo consiguió su fortuna, nos contestará que con trabajo duro, espíritu emprendedor y mucha estrategia. Pero si le preguntamos por qué se arruinó, se justificará con la mala suerte, los impuestos injustos o sus muchos enemigos; factores que no había mencionado antes. Y si les preguntamos a los que nunca lo fueron -ricos, digo- lo argumentarán con que todo sale de las grandes herencias, los enchufes y politiqueos y la falta de escrúpulos. ¿Y quién tiene razón? Pues todos un poco. Porque, aparte de desigual, el mundo es un lugar injusto y por eso la misión principal de cualquier sistema de gobierno debería ser exactamente esa: permitir el juego limpio y corregir las injusticias y diferencias de salida; no las de llegada.
Reglas claras y resultado incierto, esa es la clave de cualquier democracia; incluida la de los tenderos. Fijémonos, por ejemplo, en los deportes: cualquier competición que se precie establece normas, categorías y reglamentos rígidos y, después ya, que gane el mejor. 'Citius, altius, fortius; más rápido, más alto, más fuerte'. Ese es el lema olímpico y, frente a esa obsesión por el resultado, todos deberíamos ser iguales. ¿Correcto? Pues no, y por eso en muchas disciplinas -en casi todas- existen un montón de categorías y excepciones. El boxeo, por ejemplo, establece unos límites de peso para evitar que un señor, o señora, de noventa kilos se enfrente a otro de sesenta. ¿Entonces por qué no aplicamos todo esto al tenis? ¿O al tiro de cuerda? ¿Y por qué, sin embargo, admitimos divisiones por edad? ¿No es discriminatorio diferenciar entre alevines, infantiles, cadetes y sénior? ¿No sería entonces lógico dividir el baloncesto por alturas: hasta 1,70; hasta 1,90; por encima de 2,10...? ¿Cuántos talentos estamos desperdiciando por no establecer barreras de salida?
En nuestro pequeño y verde país empezamos el año con otra negociación sobre financiaciones. ¿Seremos capaces de encararla correctamente? ¿Defenderemos lo nuestro con eficacia y habilidad? ¿O haremos como siempre y repetiremos que deberíamos ser todos iguales? Craso error, porque no lo somos y nada justifica comportarnos como niños pequeños y esperar a que los adultos maquillen el resultado. Deberíamos asumir las reglas del juego: las escritas -tamaño, población, dispersión, coste, recaudación...- pero, sobre todo, las no escritas. ¿Que a qué me refiero? Pues a que se negocia mejor con un partido propio.
Esas son las preguntas que deberíamos hacernos: ¿Cómo solucionamos nuestras diferencias? ¿Negándolas? ¿Respetar la independencia de las instituciones implica aceptar resoluciones que no nos gustan? ¿Quién decide si una amnistía es legal? ¿Y legítima? ¿Estamos dispuestos a ceder qué para alcanzar esos grandes acuerdos nacionales? ¿Y qué es la igualdad? ¿Que deje de haber ricos? ¿O pobres? En fin, otro día seguimos.
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