Desengáñense: España no está en peligro, Asturies tampoco, Europa sí. Entre otras cosas, porque Asturies no está en guerra, España tampoco; pero Europa sí. Ni ... España, ni Asturies, tienen una parte de su territorio invadido por una potencia extranjera; ni son los valores españoles –ni los asturianos– los que están en peligro. Pero los europeos sí. Igual que no es la lengua común europea la que está en peligro; ni la española: la asturiana sí.
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Cada uno lo suyo: jurar fidelidad a una bandera y besarla, o prometer morir por ella, merece todo mi respeto; pero no siempre tiene el mismo significado. En estos momentos hacerlo con la europea, identificarse con sus valores y comprometerse a defenderlos tiene algo de sentido. Y mucho de riesgo. O de apuesta. Todos tenemos unos principios y la pregunta incómoda es cuánto estamos dispuestos a pagar por ellos. ¿Iríamos a una guerra por la bandera de las doce estrellas? ¿Mandaríamos a nuestros hijos a morir por la democracia occidental? ¿Y consentiríamos que nos trataran como parias y nos despreciaran por defender nuestra identidad, nuestra cultura, y nuestra lengua? Si no estamos dispuestos a nada de eso, besar y jurar fidelidad a unos colores no tiene demasiado sentido.
Todos tenemos un precio, un valor y un coste. Ahora mismo, por ejemplo, hablar la lengua común europea no tiene ninguno; usar el inglés sólo tiene ventajas, teóricas y prácticas, un idioma que no es patrimonial de ningún país de la Unión –¿salvo Irlanda?– pero es el oficial (y vehicular) de nuestras instituciones y nos posiciona como gentes cultas, cosmopolitas y guay. Algo muy parecido a lo que pasa con la lengua común española, que –aparte de patrimonial– nos posiciona como gentes modernas y universales, no implica ningún coste y hasta nos da un plus de glamour. Todo lo contrario de lo que nos pasa con nuestra lengua asturiana: que usarla sigue lleno de costes y obstáculos, es cosa de paletos –o de extremistas– y resulta algo raro, inútil, friqui y, por eso mismo, tan necesario.
Y es que todos estos temas de identidades, fidelidades y lealtades son tan inútiles como necesarios. Son abstractos y muy delicados y yo ya les advierto que no pretendo ni consigo ser neutral; de hecho, por mi experiencia (personal) les aseguro que pocas cosas llegan más al corazón de las personas –en el contexto adecuado– que hablarles en su propio idioma; aquel en el que vivieron las experiencias más antiguas: el mismo en el que les hablaron sus padres, abuelos o amigos. El mismísimo Nelson Mandela lo tenía muy claro: «If you talk to a man in a language he understands, that goes to his head. If you talk to him in his language, that goes to his heart».
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Esa es la Europa que queremos: una unidad en la diversidad que sea nuestra; naciones, pueblos, estados, reinos y repúblicas en los que convivir compartiendo un sueño de libertad, prosperidad y democracia por el que estamos dispuestos a morir. Que es lo que están haciendo demasiados jóvenes ucranianos enfrentados al tirano en nuestra frontera oriental. Y a lo mejor por eso se me hace tan difícil ver a tanto abanderado, de pulsera y balcón, repetir que nuestros valores –los europeos, los cristianos, los occidentales– están en peligro por culpa de nuestra Unión.
No, desengáñense: Europa no es el problema, es la solución. Y son los egoísmos estatales –el nacionalismo de toda la vida, vamos– español, francés, italiano, alemán o inglés los que realmente ponen en peligro nuestra Unión. Somos europeos y eso no nos lo va a quitar nadie.
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