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Nada. Europa no nos importa nada. O eso parece, por el desinterés sobre las vinientes elecciones al parlamento de la Unión. El mundo es muy ... global, somos muy modernos, el bable es de paletos, pero Europa sigue sin importarnos. Y debería: la cosa no está para bromas.
Si no hacemos algo, nos quedamos atrás; Europa se queda atrás. Y esto no es un reclamo electoral: desde la última crisis, la de 2008, hasta hace unos dos años, nuestro producto interior bruto –ya saben, el PIB– creció un 21%; el de Estados Unidos, un 72%, y el de China (que sí, que mienten más que hablan) un 270%. Los europeos vamos lentos y el resto del mundo, no. Y nos hacemos mayores. Y perdemos soberanía alimentaria. Y energética. Y de materias primas. Y tecnológica. Piensen, por ejemplo, en la Inteligencia Artificial, la carrera espacial o las telecomunicaciones.
Y detrás de muchos de nuestros problemas –como europeos, digo– hay un elemento común, la unidad. O la falta de ella. O, dicho de otra manera, las demasiadas dudas que seguimos teniendo para ponernos de acuerdo en asuntos de gobierno. Somos algo más que la suma de 27 Estados: somos más de 450 millones de ciudadanos, 84 lenguas propias (solo 24 de ellas oficiales), siete grupos parlamentarios y mil y un sueños por cumplir.
No seamos negativos. Avanzamos mucho para llegar hasta aquí. Los fondos NextGeneration, la lucha contra la pandemia y, sobre todo, la unión monetaria fueron importantes y tienen algo en común: la necesidad. A la fuerza ahorcan y deberíamos asumirlo. O como decía, con mucha más elegancia Jean Monnet, padre fundador, Europa solo avanza a golpe de crisis.
Sabemos lo que queremos. Y es más duro que difícil. Tenemos que plantar cara a nuestros competidores del Atlántico y el Pacífico (China y Estados Unidos) y a nuestros vecinos del este y del sur (Rusia, África y Oriente Próximo). Y eso sólo lo conseguiremos con unidad, agilidad y positividad. Necesitamos hablar menos y actuar más y la guerra es una buena motivación: deberíamos transformar lo que nos está pasando en Ucrania en una oportunidad para, por ejemplo, construir nuestro propio ejército que nos permita no depender de los caprichos de Washington, y menos si en la Casa Blanca se puede sentar un señor Donald.
Todo el discurso de lo importante que es la unidad y el mercado y la fuerza que nos da la suma, se trunca cuando los estados –y sus gobiernos– deben ceder soberanía. Y sin embargo, los datos son irrefutables: desde el carbón y el acero, hasta el euro, a mayor unión, mejor nos va. ¿Qué nos pasa, entonces? Pues que tenemos el enemigo dentro y son los egoísmos estatales. ¿Y la solución? Pues un relato nacional europeo y más poder para la Unión: fiscal, político, energético. No podemos seguir teniendo distintos precios para la energía aquí y al otro lado de los pirineos, o de la cordillera cantábrica. Nuestros costes energéticos, para cualquier industria, son mucho más caros que en Francia (allí usan como referencia la nuclear) y entre dos y tres veces superiores a los de Estados Unidos o China. Y ese es el problema principal, por ejemplo, de Arcelor. Sólo por eso nos deberían preocupar más las elecciones de junio. O por la banca. O los impuestos. O, sobre todo, por las exigencias –cada vez más surrealistas– que nos ponemos a nosotros mismos mientras importamos más y más productos extracomunitarios que ni las cumplen ni lo harán.
Necesitamos más Europa, más unión y más implicación y menos egoísmo y, sobre todo, menos estatismo.
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