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Las dos cosas; podemos y debemos ser las dos cosas: demócratas y aristócratas. Demócratas, porque creemos en el gobierno del pueblo, en la libertad y ... todo eso. Y aristócratas –o meritócratas, si lo prefieren–, porque queremos que ese gobierno lo ejerzan los mejores. La clave está en el equilibrio: contraposición de fuerzas, división de poderes y balance presupuestario; esa debería ser nuestra ideología común: limpieza, libertad, patriotismo, reglas claras y futuro abierto. Y renovar a las élites cada poco. Ya saben: igual que los pañales, y por la misma razón.
Por supuesto que las élites son el problema, pero también la solución. Y si lo miran bien, la historia no es otra cosa que una sucesión de enfrentamientos entre las clases altas y las clases formadas que vienen a sustituirlas; un conflicto, eterno, entre los poderosos antiguos y los nuevos ricos: una guerra cruenta de fuertes contra listos. ¿Y, nosotros, qué somos? No hay cosa más frustrante que ver a un tonto con poder. ¿Por qué lo consentimos? ¿No les da miedo comprobar cómo los que conducen nuestras instituciones son, a veces, los que menos sentido de la orientación tienen? ¿Por qué nos hacen depender tanto, por ejemplo, de la minoría catalana? ¿O de los populistas que quieren acabar con nuestra autonomía? Si fuéramos tan listos como creemos lo arreglaríamos. Y –guárdenme un secreto– estoy seguro de que lo acabaremos haciendo, pero nos va a llevar tiempo, paciencia, constancia. ¿Y saben qué? Que a lo mejor no es tan malo, porque sólo cuando el éxito se construye desde abajo genera solidez y cuando llega fácil y rápido ('fast and furious') lo único que hace es engordar egos.
Pero volvamos a las preguntas. ¿Qué somos nosotros? Los asturianos, digo. Y es que últimamente –cachopu y culinos mediante–, cada día parecemos más pintorescos y periféricos; algo así como los nuevos parias del norte: simpáticos, protestones y subvencionados, gentes sencillas y rústicas que no hacen más que pedir porque no están preparadas para el mundo moderno, no saben decidir por ellos mismos y no hay que dejarlos salir solos a la calle. Nos pasa, por ejemplo, con los letreros: solos, en asturiano, no pueden vivir; necesitan estar acompañados de alguien, algún adulto serio que se haga cargo, un idioma de verdad, como el español o el inglés. Y entre tanta adolescencia, ¿con qué autoridad vamos a exigir nada? Si no podemos ser ni fuertes ni listos, ¿qué argumentos vamos a usar? ¿Qué desastre de modelo de financiación, por ejemplo, vamos a negociar así?
Esta semana pasada nuestro gran debate político estaba en ver si nuestro presidente debía acudir, o no, a negociar a la Moncloa. Que no vaya, decían unos. Bueno, respondían otros, que vaya pero sin hablar de financiación. O que hable, pero que no negocie; sin hablar mucho de Cataluña, que no nos afecta. O que hable, pero que no acepte nada… Y, al final, ¿qué hizo, en nuestro nombre, nuestro presidente? Pues pedir, como siempre. Esta vez, cinco cosas: financiación, infraestructuras, industria, vivienda y rural. Ah, y lo del lobo. ¿Y qué conseguimos? Pues nada. ¿Y por qué? Por falta de equilibrio: porque toda negociación es un toma y daca y nosotros –los asturianos, digo– llevamos demasiado tiempo sin dar nada. Sólo problemas.
¿Ofrecemos un modelo alternativo de financiación? No. ¿Ofrecemos estabilidad parlamentaria? Tampoco. ¿Ofrecemos un discurso sólido que aglutine voluntades? Menos. Y, lo siento, pero si queremos algo, algo tenemos que ofrecer, y hasta que no decidamos qué queremos ser de mayores –¿una provincia?, ¿una nacionalidad?, ¿nada de lo anterior?– nadie nos va ni a escuchar.
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