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Esta semana visité un instituto de Secundaria. Estuve conferenciando. Era un taller, una charla, unas jornadas; en realidad, da un poco igual. De vez en ... cuando me invitan a explicar a los alumnos cómo es una empresa de verdad, qué buscamos los que contratamos y qué necesita un emprendedor para empezar. Y yo voy encantado. Ellos me dicen que les resulta útil y, la verdad, a mí me gusta; y de tanto hacerlo, de toda esa experiencia pedagógica, me atrevo a sacar algunas conclusiones.
La primera, tenemos unos profesores, unos formadores, estupendos. Mujeres, la mayoría, que se preocupan, pelean y se esfuerzan por sacar lo mejor de nuestros adolescentes. Y no es fácil. Burocracias aparte, deberíamos estar muy orgullosos de nuestro sistema educativo -público y privado- al que entregamos nuestro tesoro más preciado, nuestros hijos, para que, no sin esfuerzo, nos devuelvan ciudadanos formados, informados y entretenidos. Casi nada. ¿Y qué les damos a cambio? Un sueldo, pocos medios y menos agradecimientos. Así que, por mi parte y aunque sirva de poco, voy a repetirlo una vez más: gracias, gracias y gracias; muchas gracias a todas las profesoras, y profesores, por hacer lo que hacéis. Y ánimo.
La segunda conclusión es que navegamos contracorriente. Aparte de otras cuestiones menores, burocráticas, cotidianas y frustrantes, nuestros chavales se enfrentan a dos grandes carencias. Una, que les falta creérselo. Y dos, que les pesa -y para mal- su entorno más cercano, los que mandan sobre ellos; o dicho sin rodeos: sus padres. Piénsenlo. Todos somos deudores de nuestra biografía y si los tuyos trabajaban en una subcontrata -de ingeniería o de limpieza o de lo que fuera- y por la reconversión, o la penúltima crisis, o la última descarbonización, acaban pendientes del paro, sin entender nada y sobreviviendo como pueden, es normal que te transmitan su poca confianza en el mundo. O, lo que es peor, haciendo que su pesimismo periférico -hay que ver lo mal que está todo aquí- te impida desear, imaginar y construir un futuro mejor y propio.
Como Asturies. Para bien y para mal, nuestro pequeño y verde país tiene exactamente los dos mismos problemas que nuestros jóvenes estudiantes: uno, nos falta creérnoslo; y dos, nos pesa -y para mal- nuestro entorno más cercano, los que mandan sobre nosotros; dicho sin rodeos: nuestros políticos. Y no me extraña. Por no irme mucho más atrás, cuarenta años repitiéndonos que todo lo que hacemos -el carbón, la siderurgia, la leche- necesita una reconversión porque no es competitivo; que todo lo que somos -nuestra historia, nuestras lenguas, nuestras instituciones- necesita superarse, porque es una paletada consecuencia de nuestro pertinaz aislamiento que confunde a los turistas; y que todo lo que tenemos -nuestras pensiones, nuestra sanidad, nuestra sostenibilidad- necesita de su permanente intervención, porque depende de la caridad solidaria y de los fondos y ayudas que vienen de fuera. Así no me extraña que tengamos poca fe en el futuro.
Y eso tiene que cambiar. Igual que a nuestros chavales el sistema les defrauda, a nosotros como país también: trabajamos duro, hicimos lo correcto, ensuciamos nuestros ríos y reconvertimos nuestras industrias; y ahora nos dicen que no somos nadie, no pintamos nada y toca esperar a que otros decidan por nosotros. Pues yo digo que no; que es justo al revés: que somos nosotros los que tenemos que decidir en qué vamos a trabajar, cómo vamos a emprender y qué queremos ser de mayores. Y que, como estudiantes y como asturianos, nos sobran los malos jefes y nos falta confianza en nosotros mismos. O, en dos palabras: creérnoslo más. Mucho más.
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