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La historia es la lucha, eterna, de los listos contra los fuertes. O contra los ricos, abusones y poderosos, si lo prefieren. Es una lucha – ... injusta y cruel– cuyas consecuencias sufrimos nosotros; todos los demás: los buenos. Por eso, si de algo estoy convencido es de que para cambiar las cosas los buenos, en vez de quejarnos, tenemos que ser o más listos o más fuertes. Y ya si aprendemos a ser las dos cosas, pues mucho mejor.
En nuestro pequeño y verde país tenemos mucho que aprender si queremos corregir el rumbo de esta dulce derrota que nos llevó a la decadencia. No nos lo merecemos, no padecemos ninguna maldición divina y, si nos ponemos, lo podemos arreglar. Fácil no va a ser, es verdad: llevamos cuarenta años equivocados, sumisos y despistados y para ganar cualquier guerra –incluida esta que tenemos declarada contra nosotros mismos– necesitamos definir tres cosas. Que, si me permiten, se las explico.
La primera, el campo de batalla. Puedo equivocarme, pero lo veo muy claro: somos nosotros –los asturianos todos– los que en esta contienda debemos formar bando. España y Europa no son el enemigo, por supuesto, pero ellos no nos van a salvar y, mucho menos, rescatar. Y ese fue nuestro gran error durante demasiado tiempo: dejarnos llevar y dejarnos gobernar por otros. Así que dejémoslo: agrupémonos todos, superemos localismos, dogmatismos y cortoplacismos y acabemos de pelearnos entre nosotros, porque nuestro gran problema no es el vial de Xove, ni el Niemeyer, ni el Calatrava. Es el desprecio, retraso y ninguneo con el que nos tratan a todos nosotros, los asturianos.
La segunda cuestión a definir en un combate son las armas. Y también lo tengo muy claro: la política. Pero no la protesta, la exigencia y la reivindicación, más o menos subidas de tono. Lo importante aquí no es tener razón, es ganar. Y con trescientas mil personas en la calle nos cargaremos de razones, de acuerdo, pero con tres diputados en las Cortes negociaremos mejor.
Y queda pactar las reglas del juego. Tampoco es difícil: decencia, limpieza, seriedad y ejemplo. Así, sin atajos. Sólo ganaremos si barremos nuestra casa de corruptos, nos libramos de los pícaros y apostamos por los mejores. O hacemos eso o no tenemos nada que hacer. Y tenemos mucho que hacer.
No todo está perdido. No llegamos hasta aquí a base de derrotas. En los últimos cuarenta años, por ejemplo, ganamos la batalla cultural. Es cierto que empatamos la lingüística (a falta de la oficialidad) y suspendimos la política en todas las convocatorias. Tan mal lo hicimos que, para muchos, nuestro problema es precisamente ese: la política. Y lo entiendo. Cuando la corrupción entra por la puerta, la ilusión sale por la ventana. Pero si fracasamos todos –los asturianos, digo– no fue por exceso de política, sino por falta de ella. Si en Madrid, Bruselas y Uviéu nos desprecian es, sobre todo, porque no nos temen. Así que menos romerías, menos caciquismos y menos banderas, y más votos en las urnas.
Miedo, eso es lo que tenemos: demasiado miedo al fracaso, al ridículo y a que nos quiten las ayudas. Y eso tiene que cambiar. No somos ningunos aprovechados, subvencionados o cobardes que no se atreven a volar, gestionar ni emprender. Cuarenta años con un Estatuto de segunda y una mentalidad de tercera casi lo consiguen. Pero no lo vamos a permitir. Hasta aquí llegamos, ya valió: todo eso debe cambiar.
Tenemos que aprender a ser más listos y más fuertes. Y no importa cuántas veces lo intentemos: el que venga a sumar, que cuente con nosotros.
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