Nos recibió en su casa de Sardéu. No era fácil llegar. La carretera trazaba giros imposibles sobre la pendiente; pequeños cruces, indicadores solo aptos para lugareños... Nos perdimos al menos un par de veces antes dar con el sitio: una hermosa casa de piedra en ... un alto, asomada al paisaje en torno a ella; un balcón con vistas a esa Asturias que quita la respiración y que tanto la enamoraba.
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Salió a recibirnos a la puerta que cerraba la pequeña plazoleta delante de la casa. Resuelta, nos ayudó a aparcar el coche. Nos presentamos. Vital. El pelo cano, de pequeña estatura. Sus ojos, más que sagaces, solo necesitaban una mirada para saber a quién tenía delante. Y su voz, a pesar de la edad, conservaba toda la fuerza y la expresividad de aquellos años en que la escuchábamos por la radio.
Nos mostró su hogar. Subió las escaleras delante de nosotros sin mayor esfuerzo para enseñarnos las habitaciones. Me sorprendió su agilidad. Iba explicándonos los detalles, muebles, cuadros, libros, premios, fotos de familia...
Continuamos por la planta baja donde 'nos dio a elegir', para tomar un café, entre el salón y la cocina. Ella misma decidió. En la cocina, sentados a una mesita junto a la ventana por donde, tiempo atrás, nos contó, se asomaban los periodistas alentados por el compromiso de su nieta. Esta cuestión se resolvió enseguida: «Solo hay una cosa de la que no voy a hablar». Y no tuvo que explicarlo, porque sabíamos muy bien a que se refería... No hacía falta. Estábamos allí por ella. Para ofrecer un modesto galardón a una mujer increíble que se llamaba Menchu Álvarez del Valle. Tan fuerte que a uno no le extrañaba que fuera abuela, nada menos, que de una reina.
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Solucionado el asunto, se animó a relatarnos infinidad de anécdotas entre risas, el humo de un Moe y el brillo de aquellos ojos imposibles de olvidar. «Me apuntaba a todo», nos dijo refiriéndose a que ningún encargo la amedrentaba en aquellos primeros años como periodista. «¡Hasta hice un reportaje en una chalana!». Le entusiasmaba su profesión, pero también quiso aclararnos que, para ella, lo primero siempre fue la familia. Hablaba con gran cariño de todos, especialmente de su marido, al que definió como un compañero extraordinario.
La tarde pasó en un suspiro. Nos despedimos hasta el día del premio. Hay infinidad de fotos de aquel momento, pero la foto que no hizo nadie la tengo grabada en mi mente. Los periodistas arremolinados junto al escenario y todo el público en pie, unido en una de las ovaciones más calidas que jamás he visto.
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Poco después me mandó dos tomos del teatro completo de Alejandro Casona. Hablamos varias veces por teléfono. Fuimos aplazando un café y un encuentro con sus amigas de la tertulia; luego llegó la pandemia y nos fue imposible vernos. Tras su despedida, queda en mí el eco de su ímpetu, su ejemplo y, más que nada, su abrazo de despedida. Querida Menchu, si algún día dirijo una de esas obras de Casona, será en tu honor.
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