Hay noticias que le atraviesan a uno el alma. Desmoronan el instante frágil de un domingo cualquiera, sustentando en un sol de verano tardío que nos hace creer que la vida es agradecida y sonriente. De pronto, llega una noticia que te hiela el corazón ... y esa luz de domingo se torna en la mofa de una vida nada compasiva. Y cruel.
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En estos tiempos de positivismo infantil y pseudocientífico, de críos explicándonos de qué va la vida, hay algo que siempre e invariablemente, casi con una regularidad terca, te estrella contra la realidad de un universo que, por mucho que te empeñes en pensar en positivo, es gris y oscuro. Hoy no encuentro consuelo en este domingo soleado en el que escribo estas líneas. Advierto al lector de que escribo lleno de rabia y tristeza.
Marcelino era un periodista de raza. Un profesional de los que ya no se ven. Serio, riguroso, de mirada larga. Un hombre tranquilo, que susurraba en nuestros oídos sin perder un ápice de su autoridad moral y profesional. Pocos quedan con esa entereza, con ese sosiego en tiempos de ira y furia, arrasados por un mar de palabras y redes sociales llenas de odio, ocurrencias y gente vacía que dice ser 'influencer', que cree que el buen periodismo es simplemente vitriolo y ajuste de cuentas, y demás recua de descerebrados. ¡Cómo consolaba saber que aún quedaba gente con cabeza! Ahora hemos perdido a uno de ellos, y nos quedamos cada día más huérfanos.
Con Marcelino, yo podía hablar abiertamente de asuntos que me preocupaban, podía discrepar de cómo algo se habían orientado en su medio, podía confiarle mis preocupaciones y mis pesares, podía pedirle ayuda. Y lo hacía sabiendo que nada de eso tenía un precio, que si tenía algo que decir, lo decía. Podíamos confiar el uno en el otro, entendía la visión distinta y distante de los mismos hechos sin representar la opereta bufa del ofendidito, sin envolverse en la bandera de una hipócrita ética profesional. No puedo dejar de pensar en que fue él quien creyó en mí para ser rector, que supo valorar que, después de Torcuato Fernández-Miranda, la universidad asturiana tenía un gijonés al frente con vocación de servir a todos. Él creía en la Universidad de Oviedo, creía en nuestro potencial y sabía que si no se nos apoyaba el problema lo tendría Asturias, no la universidad, porque ésta seguiría su camino y Asturias sin embargo se empobrecería.
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Quizá no sea casual que escriba estas líneas escuchando 'Heroes', de David Bowie. Estoy seguro de que hoy Marcelino está, discreto, con su pitillo en la comisura de los labios, compartiendo tertulia con Julio Camba, con Carantoña y Canal, con Tom Wolfe... entornando la mirada y con voz queda diciéndoles... señores, no llegamos al cierre.
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