Robespierre o la base moral del terror

La acusación pública de tirano es la misma, irónicamente, que Robespierre hizo contra Luis XVI y durante el juicio al rey, este selló su destino con una frase que bien puede ahora aplicarse a sí mismo: «Nadie reina inocentemente»

Lunes, 25 de septiembre 2023, 03:23

Durante el Terror revolucionario, las frases que se proferían eran contundentes. Tenemos esta de Claude-François Payan: «La humanidad individual, la moderación que se hace pasar por justicia, es un delito». Y esta de la Comuna en 1793: «Sospechosos son aquellos que, no habiendo hecho ... nada contra la libertad, tampoco han hecho nada por ella». El mismo Maximilien Robespierre: «La libertad de prensa es sólo para tiempos de calma». O esta otra, por alusiones: «Hay que proscribir a los escritores, por ser los enemigos más peligrosos de la patria». O mi preferida, esta del diputado Georges Auguste Couthon: «El tiempo necesario para castigar a los enemigos de la patria no puede ser mayor que el que se requiere para su identificación». En este ambiente turbulento, pueden imaginar las cosas que podían suceder (y sucedieron) en Francia.

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Colin Jones nos narra las últimas horas de Robespierre con un pulso extraordinario en su ensayo 'La caída de Robespierre' (Crítica). Con un ritmo frenético, y extrapolando fragmentos sobre la sociedad, el contexto geopolítico, las corrientes ideológicas, Jones consigue sumergirnos en una película febril, hora a hora, de los hechos acaecidos el 9 de termidor del año II, según el calendario revolucionario (27 de julio de 1794). Las guillotinas funcionan sin descanso, y los cuerpos y las cabezas se amontonan en carretas pintadas de rojo y forradas de plomo, para evitar que se derramen los fluidos corporales mientras cruzan París. Su dirección es el cementerio del viejo convento de Picpus, donde ya se llevan enterradas 1.300 personas y es necesario abrir una tercera fosa común. Y sentado en la cúspide del Terror, Maximilien Robespierre, también en el punto álgido de su paranoia, viendo enemigos contrarrevolucionarios hasta debajo de la alfombra, y amenazando con su sangrienta pureza a la mismísima Convención. Un Robespierre del que, paradójicamente, Marat dice: «Su condición de dirigente de partido está tan poco desarrollada que huye de cualquier situación tumultuosa, y palidece al ver desenvainar un sable».

A pesar de los mares de sangre, los logros de la Revolución son palpables: logra hacer funcionar una economía planificada, repele a los ejércitos europeos, alcanza metas igualitarias jamás vistas (abolición del feudalismo, libertades personales y económicas, prácticas democráticas, gobierno representativo...). Y, sin embargo, Robespierre ha endurecido el Terror, mantiene los poderes excepcionales que se han conferido al gobierno debido a la guerra europea. Robespierre, elocuente, maniqueo, el mismo que condenó a Luis XVI y a Danton, el mismo que abogó por el sufragio individual, por la libertad de expresión, por la tolerancia religiosa, por las reformas judiciales, por la causa anticolonialistas, por la participación de las mujeres en los debates intelectuales, ahora brinda una base moral para el uso del Terror. El Gobierno Revolucionario, sostiene, es la representación de la soberanía del pueblo, y ejerce el terror como «el despotismo de la libertad frente a la tiranía». Esto propicia una conjunción de virtud y terror nunca vista en la historia: «La virtud, sin la que el terror es funesto; el terror, sin el que la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que justicia diligente, severa e inflexible. Es, pues, una emanación de la virtud».

Colin Jones nos narra las últimas horas del revolucionario con un pulso extraordinario

Entretanto, París sigue funcionando. Los carreteros continúan entrando en la ciudad para abastecer los mercados, los barrenderos hacen su trabajo, los parisinos mantienen más de un millón de animales en casa para disponer de un acceso rápido a proteínas (se incluyen los gatos). Cafeterías, tascas, tabernas, todo en marcha, igual que los 51 periódicos que se publican, prueba de la libertad de prensa consignada por la Declaración de los Derechos del Hombre, aunque Robespierre se esfuerce en amordazarlos. El teatro, siempre subversivo, programa obras de teatro que pueden ser leídas como críticas al Comité de Salud Pública, y las carcajadas que se escuchan suenan como cristales rotos en los oídos paranoicos del Incorruptible. No anda desencaminado, porque los enemigos se acumulan: Fouché, Tallien, Barére, Collot, Billaud... hasta que el 9 de termidor se desencadena la catástrofe.

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En una Convención normalmente ahormada por Robespierre, las fuerzas en su contra convergen, todas las cabezas amenazadas por el Incorruptible, que antes eran incapaces de unirse, ahora son una sola, conscientes de la amenaza de la cuchilla. Los impensables ataques contra el santón revolucionario se suceden, ante el asombro de Saint-Just y el resto de acólitos, y el rostro entre estupefacto y enrabietado de Robespierre. Se disparan las comparaciones con Julio César, con Cromwell, con Pisístrato. Se recuerdan las purgas que el Incorruptible ejecutó sin piedad sobre Hébert, Danton y Desmoulins. «¡Abajo el tirano!», estallan los gritos en la Convención. El diputado montañés Charles Duval se sorprende pensado: «Se ha roto el hechizo». La acusación pública de tirano es la misma, irónicamente, que Robespierre hizo contra Luis XVI, y durante el juicio al rey, este selló su destino con una frase que bien puede ahora aplicarse a sí mismo: «Nadie reina inocentemente». Es el Robespierre que en este momento recuerda entre gritos de ira y desesperación: Je suis peuple. Y, sin embargo, lo que parecía imposible, se está produciendo: su derrocamiento.

A partir de ese instante, los acontecimientos se aceleran, igual que se acelera la Historia. Arresto, intento de golpe de Estado del general Hanriot, nueva caída en la cárcel y, finalmente, su ejecución junto con la de 21 colaboradores más, incluido Saint-Just. Su cuerpo fue enterrado en una fosa común en el cementerio de Errancis, cubierto con cal viva para borrar su rastro. Como escribió el propio Robespierre en 'La teoría del gobierno revolucionario', «el gobierno revolucionario debe a los buenos ciudadanos toda la protección nacional; a los enemigos del pueblo no les debe sino la muerte».

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