La visión divina

Lo contó así Eric Schmidt, el CEO de Google: «No necesitamos que teclees nada. Sabemos dónde estás, con tu permiso. Sabemos dónde has estado, con tu permiso. Sabemos, más o menos, en qué estás pensando»

Lunes, 30 de octubre 2023, 00:57

Siempre me interesa la incidencia de la tecnología en la condición humana. Una tecnología que puede hacer que los ciegos vean, que los paralíticos anden, y que también podrá 'hackear' un cerebro. Las cifras actuales de Internet son escalofriantes: 4.570 millones de personas colgadas ... a diario de la red, enviando 23.000 millones de correos, haciendo 154.000 llamadas de Skype y dando 1.600 millones de 'swipes' en Tinder. En total son 2,5 trillones de bytes cada día. En fin, estas son cantidades que uno no puede procesar, como cuando te dicen que en Auschwitz murieron un millón de personas. La cabeza revienta como en 'Scanners' (1981), aquella película de terror de Cronenberg.

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Tenemos un 'doppelgänger on line', un espectro que nos replica y que se mueve por la red; un segundo 'yo' que vigilan las plataformas digitales, y que deja un rastro de información enorme, tweets, comentarios, fotos... Todos esos datos son recopilados por el señor Zuckerberg y análogos para ir transformándolos en monedas de oro. Es más, investigan el seguimiento y la predicción de la conducta, juzgan nuestra personalidad, nos tienen permanentemente fichados con la geolocalización. La cosa llega al punto de que pueden utilizar la Visión Divina, que es como los directores ejecutivos de empresas tecnológicas denominan a su capacidad para verlo todo de un usuario. Miren cómo lo contó Eric Schmidt, el CEO de Google: «No necesitamos que teclees nada. Sabemos dónde estás, con tu permiso. Sabemos dónde has estado, con tu permiso. Sabemos, más o menos, en qué estás pensando».

Con el exceso de la tecla, con el uso excesivo de internet, llega también el pensamiento paranoide, el egocentrismo demente, el solipsismo cibernético, los filtros que refuerzan tus prejuicios, los infiernos digitales. Cualquier chifladura que te puedas inventar cuenta con su sitio de seguidores: neonazis, teorías conspirativas, supremacistas, pedófilos, los adolescentes solitarios a quienes se les saltan los plomos, agarran un AR-15 y la lían en cualquier instituto del medio oeste... En 2016 aparecieron las famosas 'fake news', o sea, las mentiras de toda la vida, con las granjas de troles y la minería de datos interfiriendo en el funcionamiento de la democracia. Tecnología que, mal utilizada, alimenta la soledad de los individuos, que recurren a más tecnología para amortiguar dicha soledad, en un uróboros maligno.

Este 'walking on the wild side' de las redes nos lleva también a otros fenómenos malsanos. En ciertas empresas quieren que identifiques esclavismo con amor, y usan los objetivos semanales como látigo de cinco puntas. Te ponen futbolines en las instalaciones, te dan de comer, te traen una cama si quieres, todo con tal de que pases el mayor tiempo posible en el curro. Expansión ilimitada, jornada ilimitada, etc... Luego llegan las depresiones, la medicación y, en los peores casos, directos a Urgencias. Asimismo, la música puede ser un instrumento de control: las aplicaciones que nos entretienen también nos observan, recopilan datos, predicen nuestros gustos y mantienen ese 'loop' infinito que nos tranquiliza. Los hábitos de lectura digital también están desmadrados: se navega a toda velocidad, buscando títulos y resúmenes, recompensas fáciles, en vez de tomarte tu tiempo y leer un artículo completo. Y todo puede ser alimentado por las bebidas energéticas, esas latas de agresivo diseño y colores radioactivos que nos enchufan cantidades inverosímiles de cafeína.

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Esta exploración por las sombras digitales la realiza Roisin Kiberd en un ensayo titulado 'Desconexión' (Alpha Decay). Es un estudio en primera persona de cómo dicha tecnología coloniza nuestra vida, unos tentáculos que pueden llegar hasta las esquinas más alejadas de nuestra personalidad. Nos habla del 'marketing' del sueño, de los trucos de las grandes plataformas para mantenernos 'online', de la gentrificación de los barrios donde aterrizan las empresas tecnológicas, de los nuevos términos que nacen de las pantallas, 'roxxing' (revelar información privada de un particular para perjudicarle), 'swatting' (emergencias falsas en domicilios para que la Policía llegue armada), 'blitzscaling' (la velocidad con la que haces crecer una empresa), 'swim' (acrónimo para 'alguien que no soy yo', normalmente utilizado para actividades ilícitas), 'vaporware' (acrónimo peyorativo para publicitar un software o hardware antes de que esté desarrollado...).

Un capítulo aparte son sus pesquisas por las aplicaciones para citas: redes perfectas para una generación que no tiene estabilidad, acostumbrada a usar y tirar, sin posibilidad de madurar, casi nihilistas y, por ello, muchas veces desesperada. También tiene su propio diccionario: 'ghosting' (cortar el contacto 'online'), 'benching' (cuando aparcas a alguien a un lado, quizás para más adelante), 'breadcrumbing' (cuando sigues poniendo 'likes' en las publicaciones de alguien), 'zombie-ing' (cuando un 'match' aparentemente muerto, resucita, y te envía un 'hola, ¿cómo estás?'. Al final, todo funciona con una lógica de competición, una 'gamificación', sistemas aparentemente divertidos y adictivos, que terminan en muchas ocasiones como una actividad lúgubre y transaccional. En fin, todo esto es 'Desconexión', un interesante manual para tenernos al día de las derivas instructivas, absurdas, adictivas, distópicas, creativas, humorísticas, que se producen en el latido constante de los unos y ceros. La vida misma. O casi.

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