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Si algún acierto tuvo Ayuso durante su campaña fue identificar las terracitas con la libertad. He pasado largos años leyendo a los más sesudos filósofos, Epicuro, Sartre, Spinoza, Descartes, Leibniz, Kant… y al final, estoy convencido de que la indómita Ayuso encontró ... en su precipitado final una de las definiciones más precisas de la cosa. Hay palabras que se repiten en esa genealogía de la libertad: autonomía, la capacidad de actuar, voluntad… Pero todas acaban desaguando en una terracita.
Adoro las terracitas. Cada una tiene sus méritos, sus mecanismos, su 'aquel'. Me siento en una y experimento la libertad verdadera, 'sin tutelas ni tutías'. Me decanto por las que están a pie de calle, pero tampoco desprecio las que sobrevuelan las ciudades o los parques. Todo tiene su rito, pedir la jarra de cerveza o el vinito (los mejores amigos del hombre), fichar la capacidad del camarero para cumplir la comanda (mientras él te ficha a ti, por supuesto). Aquende o allende, hay que estudiar la diplomacia a desplegar para que las cosas vayan bien: ya saben que la cortesía se distingue poco de la santidad. Una vez que nos acogemos a sagrado, puedes dedicarte a disfrutar. El primer sorbo de una cerveza helada en verano, calibrar la calidad del pinchito que te ponen (por la que ya puedes medir la cocina del bareto), dejar que los rayos de sol te tuesten un poquito. Prefiero pasar un poco de calor a que me duchen los aspersores que se han puesto de moda, ese chissss regular que, en media hora, y si estás en el ángulo equivocado, puede convertirte en un buzo. Ahora bien, cada uno es muy suyo, y hay quien prefiere bañarse. Ya sabemos por Amartya Sen que todo el mundo invoca la libertad, pero cada uno la entiende a su manera.
Para quienes nos gusta mirar gente, el espectáculo es tan bueno como lo era el de Victoria's Secret. Las chicas esplendorosas, con vestidos ligeros, todo ese erotismo que se despliega con el calor. Los jóvenes deben ser ambiciosos y brillar y excederse (Lord Chesterfield). También lleva su tiempo poner a caldo al personal, que si esto que si lo otro. Lo de rajar va bien con el vermú o el tentempié. Yo tengo muchos prejuicios, y me gustan, eso del ecumenismo total es un cuento. Pero no todo son maldades: qué maravilla ver pasar a un hombre o mujer con sprezzatura, ese término italiano que define tantas cosas y todas buenas y necesarias. También estoy con Karl Lagerfeld cuando decía que el desaliño en la mediana edad es intolerable. Lo bueno de ser 'mayorín' es que tus convicciones cada vez son más firmes y con menos complejos (Gep Gambardella tenía razón: a mis sesenta y cinco años, etc…). No soporto a los puritanos, a los 'aguaclaristas', como los llamaba Josep Pla. Y me pido la segunda jarra de cerveza, va llegando el puntín, y ya estamos en la buena senda para lo que fuere menester. Aquí nos pueden echar el alpiste que quieran.
Ayuda mucho estar en la terracita con la gente que quieres, tu pareja, amigos inteligentes, gente que amerite tu amor y tu amistad. Gente que te cuide. Gente que te quiera. Uno de ellos me dijo un día que no se puede salir si no es para follar o para reírte. Pues eso. En este caso, nos reímos, y mucho. Al día siguiente, posiblemente no te acuerdes de nada de lo dicho, pero sí recuerdas el bienestar, la longanimidad. Las risas, sobre todo. Un círculo virtuoso que deja fuera a los sacamuelas, charlatanes, botarates. Oye, y habrá que pedir algo de comer, ¿no?, que tenemos que forrar si queremos seguir toda la tarde/Bueno, pero aquí no, que nos clavan, conozco otro sitio mejor. Pues para allá que nos vamos. Unas croquetitas, pluma ibérica o carrillera, patatas bravas, quizás algo de queso. Hay que forrar. La conversación se vuelve proteica, se mueve ligera como un diente de león al aire de nuestra curiosidad. Y el tiempo, que va pasando, no hay sujeción a relojes, no hay obligaciones, no hay estrés. Esa es una sensación muy agradable. Luego hay quien quiere postre o no, pero lo que es irrenunciable es un copazo.
Hace mucho que dejé los gin-tonics, pero un whiskito sí me lo tomo. Va cayendo la tarde. La palabra continúa fluyendo. Su ausencia es la muerte de todo: del amor, de la amistad. Poco a poco entramos en 'espacio profundo', ese momento en que ya apenas entiendes a tus camaradas, pero te sigues riendo, que es lo importante. Sientes la calidez, 'y estamos tan a gustito', como cantaba Ortega Cano. Esto es lo realmente maravilloso, no hace falta irse a ver un templo en Java o perderse en el desierto australiano: lo prodigioso en lo cotidiano, tomarte tu tiempo para mirar, para hablar. Saber perder ese tiempo. Una frase brillante, un chiste, un beso, un abrazo. Oye, que andamos escasos de vino/ pero ya es muy tarde, ¿no?/ Vale, pues la última. Que será la penúltima, nadie se engaña. Lo disfruto como un enano, porque soy consciente de la fragilidad de estos pequeños milagros, porque todo se va a carajo en un segundo: llega la enfermedad, el accidente, el despido, el abandono. Todo es tan pasajero, tan vulnerable. Por eso soy fiel a las terracitas, porque durante unas horas soy libre, porque es posible trascender sin necesidad del arte o la religión.
Aquí nos podemos quedar siete años más, como Odiseo en Ogigia, junto a Calipso. No es necesaria la inmortalidad, de hecho, el griego la rechazó, sabía que la vida, fungible, es mucho más preciosa, más intensa, si tiene límite. Se concentra en estos instantes, en esta vitalidad. Mañana tendremos un poco de resaca. Habremos olvidado esa frase que, cuando la escuchamos, nos pareció lo más importante del mundo. Y, sin embargo, quien no haya vivido esto, no ha pasado por la vida. Alguien propone un brindis: «Por el cometa Halley». Es una broma privada, todos queremos morirnos cuando vuelva a pasar. Será en 2062. Yo ya tendría 91 años. Un buen momento para irme. Previo descorche de una botellita de champán del bueno. Siempre me ha gustado vivir (y morir) por encima de mis posibilidades.
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