![El psiquiatra, el nazi, el cura y el bolchevique](https://s3.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/2024/03/17/92660824-klQC--1200x840@El%20Comercio.jpg)
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El marxismo, como el freudianismo ortodoxo, el catolicismo o el nazismo, son sistemas cerrados. Es decir, métodos de pensamiento que lo pueden explicar todo, que no admiten hechos que puedan modificarlos y disponen de defensas elásticas para neutralizar su impacto. En todo sistema cerrado se ... crean jerarquías apostólicas y en el comunismo en particular, la lealtad al Partido se transforma en obediencia incondicional, que te obliga a controlar todos tus pasos, pensamientos y palabras. Todo esto lo cuenta Arthur Koestler en sus 'Memorias' (Lumen) y añade que, en su momento, ser atraído por aquella nueva fe era un error honroso; estábamos equivocados, pero nuestros motivos eran justos.
Su paso por el comunismo es sólo una parte de unos recuerdos apasionantes que transitan por lo más turbulento del siglo XX. Nos explica que si no se dieron cuenta de la velocidad de crucero que tomó el nazismo en 1933 es porque sufrió altibajos, tardó 30 meses en cuajar, y para la mayoría de la gente no fue evidente. Antes, nos relata su paso por el sionismo, primero en un kibutz y luego en Tel Aviv, donde se va forjando una carrera de periodista, llegando a entrevistar al rey Faisal. Éste rememora su relación con Lawrence de Arabia, con quien protagonizó la rebelión en el desierto que cuenta el inglés en 'Los siete pilares de la sabiduría'.
Koestler, el intelectual que nos relata en su novela 'Espartaco' la revolución de los gladiadores en la Roma del siglo I a.C, o que escribe 'El cero y el infinito', donde retrata la represión estalinista, también es un hombre de acción. Participa en una expedición al Ártico a bordo del zepelín 'Graf', albergando la intención de reclamar con una bandera de Israel alguna de las islas, a fin de convertirla en colonia sionista (el proyecto no salió, claro). Durante su tiempo como agente del Komintern nos desgrana las aberraciones del comunismo, y resulta especialmente iluminador su viaje por el Cáucaso en 1932 y 1933. A medida que se adentra en el Imperio Soviético, comienza a ver las contradicciones entre la utopía y las durísimas condiciones de vida de los rusos, aunque recurriendo a esa dialéctica marxista para volverse ciego a lo que no le interesa. Como botón de muestra del delirio, recuerda la conferencia que dio un camarada hablando de la poesía: «Considerar la poesía como un talento especial que algunos hombres poseen y otros no implica una mentalidad burguesa. La poesía, como cualquier otra destreza, se adquiere mediante el aprendizaje y la práctica. Necesitamos más poesía con conciencia de clase proletaria; tenemos que aumentar nuestra producción poética en el frente literario». Igual que si fueran toneladas de acero o de trigo.
Por sus páginas aparece el gran propagandista Willi Münzenberg (a la altura de Göbbels), que lo envía como espía a la guerra española, donde se entrevistó como periodista con Nicolás Franco y Queipo. En la zona fascista le reconoce un antiguo camarada y a punto está de ser fusilado, teniendo que salir por piernas hacia Gibraltar. Luis Bolín, jefe de relaciones con los periodistas extranjeros, promete «matarle como a un perro rabioso si vuelve a caer en sus manos». Sus aventuras por la España en guerra continúan en Madrid y terminan en Málaga, donde es apresado y encerrado durante tres meses. En ese tiempo se le condena a muerte, y son las incansables gestiones de sus amigos extranjeros las que consiguen salvarle la vida al canjearle por un fascista.
Koestler nunca se detiene, porque sabe que su tendencia a la depresión lo sumiría en un agujero negro. En el 37 viaja por Europa y entrevista a Thomas Mann, que le parece un engreído. Se mueve por Belgrado, Grecia, Palestina. En el 38 conoce a Sigmund Freud en su último año de vida, el mismo año que rompe con el partido comunista, y en 1940 escribirá 'El cero y el infinito', lo que le convierte en un enemigo del pueblo. La guerra le sigue el rastro y durante la retirada de París se encuentra en Marsella con Walter Benjamin, que está tratando de alcanzar Inglaterra, pero que no pasará de Portbou. Koestler sigue avanzando, alcanza Londres, se convierte en una máquina de escribir libros y de dar conferencias, en una conciencia que va asimilando las grandes ideas de su tiempo. Viaja por Estados Unidos, la India, Japón; experimenta con los psicodélicos, la parapsicología; se sumerge en el judaísmo, estudia el existencialismo, se enfrenta a la pena de muerte en Inglaterra ('Reflexiones sobre una horca').
Cuando llegamos al final del libro ya vamos con la lengua fuera. Arthur Koestler es sincero, ejerce la autocrítica más dura durante más de 900 páginas. Al final, la Parca le alcanza, como a todos, pero le ha costado seguirle: le detendrán el Parkinson y la leucemia, y tomará la decisión de suicidarse junto con su mujer (que estaba sana). Atrás queda en mi retina la visión del monte Ararat, o los vasos de vino compartidos en Tiflis con pintores y poetas que serán eliminados en las purgas estalinistas. Atrás queda una historia de amor con una joven llamada Nadeshda, con la que traba relación en el tren que iba a Bakú. Mientras la escucha preguntar con avidez sobre Europa, mientras se va enamorando, se da cuenta de ese anhelo desesperanzado que tienen los rusos cultivados por tener un atisbo de un mundo que sabían que nunca se les permitiría ver.
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