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Soy un fiel seguidor de los National Book Award, me han deparado lecturas deliciosas, tanto en el plano del mero deleite como en las enseñanzas del oficio. Recuerdo novelones como 'El árbol de humo', de Denis Johnson; 'Dog soldiers', de Robert Stone; 'Ruido de fondo', ... de Don de Lillo; 'Europa central', de William T. Vollmann; 'El mundo según Garp', de John Irving. También libros menos perfectos, pero de mucha enjundia: 'El cinéfilo', de Walker Percy; 'Redeployment', de Phil Clay; 'Let the great world spin', de Colum McCann; 'Steps', de Jerzy Cosinski. Es un premio serio, sabes que hay un criterio, y cuando te pones con ellos, pocas veces defraudan. En el caso que nos compete hoy, 'La conejera', la primera novela de Tess Gunty, editada por Sexto Piso, tenemos un ejemplo palmario de dicha política literaria.
'La Conejera', un edificio parecido a la Rue del Percebe, alberga en su interior un archipiélago de personajes, y otros más que serán entrelazados por su energía decadente: una belleza casi extraterrestre que se alimenta de lecturas místicas, un perturbado que entra en los pisos embadurnado en pintura fluorescente, madres que no pueden soportar los ojos de sus bebés, adolescentes que ya han perdido la carrera de la vida antes de empezar, famosas actrices anegadas por la locura y la tristeza... Todo incrustado en Vacca Vale, una de esas ciudades industriales fantasmas en el medio oeste americano. «Vamos a invadiros con toda nuestra nada, dicen las fábricas, porque es lo único que nos queda», se puede leer en la novela. Los personajes tienen una mano en un cable eléctrico pelado y la otra en la búsqueda de la felicidad, cuyo concepto conocen, pero de cuya materialidad nunca han sido testigos. Quizás porque dicha felicidad sea sólo eso, un unicornio, aunque el bienestar sí, el bienestar existe, «y eso era importante, y era real, y a veces se conseguía gratis».
El personaje de Blandine es el eje vertebrador de esta noria de individuos, hermosa, inmaterial, lectora de místicas alemanas, desarbolada por el amor (¿o lo llamamos sexo?). A través de ella puedes radiografiar la pena y la enajenación, y partir de ella, un poco como hizo Georges Perec en 'La vida, instrucciones de uso', vamos quitando las fachadas de los inmuebles de París y podemos fisgar lo que está sucediendo en las vidas privadas y sus circunstancias. Nos habla del funcionamiento de los algoritmos, que monetizan o convierten en un arma la soledad de la gente. Nos habla de las cámaras de resonancia, de la erosión de la verdad, de la destrucción del discurso público. Nos habla del amor, que equivale a una mezcla de «cariño, lástima y miedo». Nos habla de los terrores postparto, de las hormonas femeninas, «después del parto, tu cuerpo deja de ser un coño para ser de nuevo una vagina». Nos habla de los abusos sexuales, del solipsismo que puede arrasarnos. Nos habla de la devastación ecológica. Nos habla del espíritu de América, «no hay nada más estadounidense que la resurrección». Nos habla del espíritu anti América, no comer carne, no gustarte los deportes, no querer ganar.
Las líneas argumentales se abren y se vuelven a cruzar, se alejan y se retroalimentan. Por muy digresiva que pueda aparecer la acción, por mucho que se puedan leer los capítulos como historias independientes, la estructura mantiene un equilibrio y una coherencia y siempre retorna a las fuentes primigenias, esto es, Blandine. A veces nuestra autora suena a Rick Moody. A veces suena a David Foster Wallace. A veces suena a Amy Hempel. A veces suena a Sam Shepard. A esa altura literaria es capaz de volar; hace bien hasta las escenas de sexo, algo tan difícil en literatura, tanto que yo sólo puedo acordarme de un escritor que las borde: James Salter. En especial, tengo presente a uno de los personajes, Elsie Jane, que nos cuenta su encuentro con la muerte en la mejor tradición de 'El Séptimo Sello', o las escenas llenas de humor negro de la película 'Death of a Lady´s man', «la muerte no es ningún capitán de los bárbaros; alguien tiene que hacer el trabajo sucio. Tampoco es un filósofo, gracias a Dios. Lo que menos te apetece al final de tus días es darle al coco».
Para finalizar, hablar un poco más de los premios gringos, en este caso del Pulitzer de novela, que también sigo porque me da la impresión de que son bastante limpios. Tengo recuerdos magníficos de la enmarañada 'El mundo conocido', de Edward P. Jones; la extraña 'Martin Drexler', de Steven Millhauser; la descacharrante 'Empire falls', de Richard Russo; el wéstern catedralicio 'Lonesome Dove', de Larry McMurtry (1.136 páginas en la edición española de Valdemar); la emocionante 'Middlesex', de ese futuro premio Nobel que es Jeffrey Eugenides; la poderosa 'Pastoral americana', de Philip Roth; la inolvidable 'The Road', de Cormac McCarthy...
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