![Los monstruos brillantes](https://s3.ppllstatics.com/elcomercio/www/multimedia/2023/03/19/Imagen%20Del%20Valle-koNC-U190951993022KgC-1200x840@El%20Comercio.jpg)
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Ya saben ustedes que una de las frases más famosas de la Biblia no es más que un error de traducción. «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el rico entre en el reino de los cielos». Alguien ... confundió kamilos, que es una soga, con kamelos, que es el animal. Es una historia vieja. Igual que los problemas que conllevan las traducciones, su edición y su movilidad. A lo largo de la historia, los textos pasan por las manos de traductores, copistas, censores, editores, impresores, tipógrafos. Los riesgos, los errores son relapsos. Las disputas sobre la intraducibilidad de ciertos textos, un clásico a la altura de los choques de Pimpinela. Aún hoy, se dirime sobre el significado de saudade. El término sprezzatura continúa levantando pasiones entre sus diferentes acepciones. Los recursos de los idiomas occidentales y el chino son tan diferentes, que Jean-François Billeter afirma que aún no se ha logrado dar una idea justa de un poema chino (aunque también apunta que, aunque no se pueda traducir, se puede sugerir). Al respecto, un traductor del siglo XVI, Juan Boscán, se encargó de 'El Cortesano', de Castiglione, y su amigo Garcilaso de la Vega escribió: «No se ató al rigor de la letra, como hacen algunos, sino a la verdad de las sentencias».
Las palabras. Pueden mostrar la verdad. Pueden esconderla. Unos filósofos las consideran puentes hacia lo divino, otros, que la mera retórica es herramienta de persuasión, una ilusión, una forma de engañar a los demás. Son las mismas palabras que, escritas, permiten también el razonamiento, el juicio, la crítica. En ese campo de juego se mueven los textos y sus traducciones. Carlo Ginzburg escribe: «Las fuentes no son ni ventanas abiertas ni muros que obstruyen la vista, sino cristales deformantes. El análisis de las distorsiones de cada fuente implica de por sí un elemento constructivo. La construcción no es incompatible con la prueba; la proyección del deseo no es incompatible con el principio de realidad. El conocimiento es posible, incluso en el ámbito de la historia».
En efecto, se pueden encontrar los hechos, es cuestión de parar y templar. E incluso la ficción puede ser fuente de realidad histórica. El teatro, las novelas, se apoderan del pasado, lo reformulan, lo enriquecen. Cuántas veces se ha citado la anécdota del bofetón que Luisa Carlota de Borbón le propinó a Calomarde, y la respuesta de éste: «Manos blancas no ofenden». Todo para enterarte luego de que no fue real, sino una escena de los episodios nacionales de Galdós. Es algo que también defiende Roger Chartier en el libro que nos compete hoy, 'Editar y traducir' (Gedisa): «La verdad surge con más fuerza de la ficción misma». Porque en este ensayo se tratan muchas cosas, y todas sugestivas. Empero, siguiendo con el tema de la verdad histórica y la verdad literaria, son interesantes los complejos juegos que se establecen entre ellas: apropiamiento mutuo de técnicas narrativas, el tratamiento de verosímil, etc. Max Aub escribía: «¿Cómo puede haber verdad sin mentira?». Y Paul Ricoeur, gran defensor de la objetividad histórica frente al relativismo, no tiene más que aceptar que, al final, la historia también es reconstrucción, y ahí la ficción puede cumplir una tarea, siempre asociada a la crítica y la prueba. Es decir, no hablamos de un pasado convertido en relato, sino de un conocimiento del pasado que se sitúa «en el entramado entre la realidad y la ficción, entre verdades y posibilidades».
Roger Chartier trae a colación muchos episodios de la historia. La Conquista española, en la que se decide que para evangelizar se deben aprender las lenguas de los indígenas. Se multiplica la elaboración de diccionarios y gramáticas, y en México, el primer libro que se publica en 1555 es un diccionario de náhuatl: el primero de una serie, michoacano maya, zapoteca, mixteca… Voltaire habla de las obras de Shakespeare como «monstruos brillantes», y cuando traduce fragmentos, escribe: «Tenía un genio lleno de fuerza y de fecundidad, natural y sublime, sin la menor chispa de buen gusto y sin el menor conocimiento de las reglas». La traducción inglesa del Quijote, que se convertiría en la novela más popular de Albión, y que transformó la mentalidad de sus escritores e hizo posible las novelas de Fielding, Smollet y Sterne. Se trata también la «creación del escritor nacional», y se recuerda una conferencia de Borges en 1970, en la que se asombra de que las naciones elijan a autores que se les parecen tan poco: la puritana Inglaterra y el hiperbólico Shakespeare; la inquisitorial España y el tolerante Cervantes; la fanática Alemania y Goethe; la Argentina militarizada que tiene por representante a Martín Fierro, un desertor… Y no nos dejemos en el tintero las traducciones de las obras a su propia lengua, como la polémica que hizo Andrés Trapiello de 'Don Quijote de la Mancha', o la de Claude Pinganaud de los 'Ensayos' de Montaigne.
Editar. Traducir. El diálogo y el conocimiento. La retórica. La ficción. La historia. Todo cabe en esta singular Kulturkampf de Roger Chartier. Y podemos terminar recordando el brillante epitafio de Benjamin Franklin: «El cuerpo de Benjamin Franklin, impresor, como la cobertura de un viejo libro, cuyo contenido está gastado y despojado de sus letras y su dorado, descansa aquí, para ser alimento de gusanos; pero la obra no estará perdida, pues se publicará (así lo espera) una segunda vez, en una nueva, y más bella edición, revisada y corregida, por el autor». Así sea.
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