Los salvajes creían ganar las virtudes de los enemigos que mataban. Con más razón imagino que ganamos las virtudes de los muertos que sabemos amar». Esta hermosísima frase pertenece a un autor capital, el mexicano Alfonso Reyes. Al proteico escritor comencé a leerlo mientras realizaba ... la documentación de mi novela 'Cuando giran los muertos' (2021). El regiomontano, es decir, natural de Monterrey, capital de Nuevo León, México, a la caída del gobierno de Victoriano Huerta se ve obligado a exiliarse en España, donde vivió diez años en Madrid, de 1914 a 1924. En ese periodo estableció las profundas raíces que mantendría toda su vida con el panorama matritense y, por ende, hispano. Y toda esa vida permaneció atento al espectáculo de la existencia, desde un plato de cocido con todo su compango, pasando por «los bellos decires y los pensamientos donosos» de la literatura, hasta escuchar meramente una copla de Sara Montiel.
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Madrid fue su centro de operaciones, y como él escribe: «Mi primera visión de Madrid fue muy dolorosa. Y, sin embargo, yo sentía no sé qué caricia en el ambiente, no sé qué amistad, qué compañía, en cualquier persona que abordaba». Le interesa la ilustración y la charla ligera, los clásicos, la experiencia, el humor, la cocina. La miscelánea. La vida, en suma. Como tal polímata, me recuerda aquella definición de Juan de Valdés en su inevitable 'Diálogo de la lengua' (1736): «Siempre en su casa está hecho un San Juan Evangelista, la pluma en la mano, tanto que creo que escribe de noche lo que hace de día, y de día lo que sueña de noche». De esa pluma sale 'Visión de Anáhuac' (1915), 'Cartones de Madrid' (1917), 'Retratos reales e imaginarios' (1920), 'Simpatías y diferencias' (1921)... Como el mismo Alfonso Reyes enfatiza, «nunca soldado raso de la erudición, sino capitán del conocimiento». Durante ese periodo, fue testigo privilegiado de la vida intelectual de la capital, el 'novecentismo' en ebullición, y trató a José Martínez Ruiz 'Azorín', a José Ortega y Gasset, a Ramón María del Valle Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Mariano de Cavia. Sobre ellos vierte críticas, opiniones, juicios, amistad. Veamos algunos ejemplos.
Sobre Azorín, ese levantino que nos aconseja que para escribir «lo mejor es colocar una cosa después de otra. Nada más; eso es todo», Alfonso Reyes nos cuenta que es hipersensible, tímido, y que se «ha hecho menos adjetivo, pero es que se ha hecho más sustantivo». Alaba 'La voluntad' (1902) como una mudanza de la narrativa española, donde prima la sensación, la mirada sobre una vida ondulante y contradictoria, «la intensidad suple al enredo». En esa línea están 'Amor y pedagogía', de Miguel de Unamuno; 'Camino de perfección', de Pío Baroja; 'Sonata de otoño', de Valle-Inclán. Gracias a la atenta lectura de 'Páginas escogidas' de Azorín, nuestro mexicano aprende a interpretar el Siglo de Oro de otra manera.
En referencia a Ortega y Gasset, recuerda y homenajea 'Meditaciones del Quijote', y su premisa de que el árbol no deja ver el bosque, sí, pero también ese mismo árbol es el que demuestra la existencia del bosque (Antonio Machado sobre el mismo texto: «La actividad de amar que Ortega y Gasset nos recomienda es un afán de comprensión. Que el amor, en suma, nos induzca a comprender, y en esta comprensión amorosa nos revelará la íntima arquitectura del universo»). Asimismo, nos relata la catarsis que sufrió Ortega en su encuentro con América, el chute de vitalidad, de posibilidades, de optimismo. Sin embargo, a pesar de toda la admiración de Alfonso Reyes por Ortega, no comparte en absoluto su vocación de hombre público, y defiende la necesidad del creador de permanecer en el redil artístico.
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Al hilo de Juan Ramón Jiménez, el regiomontano nos relata la corta aventura de la revista 'Índice', con su nómina estelar: Pedro Salinas, Enrique Díez-Canedo, el propio Reyes, Eugenio d'Ors, Corpus Barga, José Bergamín, Lorca, Azorín… Nos habla de que, junto con El Greco y Góngora, Juan Ramón posiblemente forme la tríada más auténtica de lo hispánico (nota personal: esos maravillosos angelitos que se pueden descubrir en El Greco, diminutos, escondidos, que ponen la mano bajo el chorro de sangre del costado del Cristo crucificado, intentando que no se pierda ni una gota). Nos cuenta que Juan Ramón es «implacable y puro», una pureza que conlleva intolerancia, que procede de la exigencia que se demanda a sí mismo, «no soporta lo que no es perfecto».
En cuanto a Ramón del Valle-Inclán, alaba su conversación, la tertulia. También relata el día en que Ramón decide irse a México, un México que se escribía con 'x' y que, según sus propias palabras, le hizo poeta. Sobre Ramón, acierta mucho Unamuno cuando describe como devendrá en personaje de sí mismo y, al igual que Quevedo, nutrirá más los anecdotarios que las antologías. Unamuno: «Vivió en escena. Su vida, más que sueño, fue farándula. Actor de sí mismo».
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Sobre Mariano de Cavia, Reyes soltará una lluvia de fuego. De tanto fijarse en vida ajenas, se olvidó de sí mismo, convirtiéndose en un habitante solitario de cafés. Describe un proceso de deshumanización, una inconsecuencia entre su vida y su obra, un soliloquio gramatical que va perdiendo coherencia.
Para ir terminando, a fin de mejor conocer la vida y milagros de Alfonso Reyes, quien nos aconsejó que «nada más actual que lo bueno», tenemos un buen mapa en el ensayo 'Alfonso Reyes y el novecentismo', de Juan Pascual Gay y Francisco Estévez (Renacimiento). El punto final lo puede poner un apunte de Reyes sobre Ortega en 'Los dos caminos' (1923), quien parece que regresó al redil: «El hombre puro había hecho de la política un ideal puro, y al palpar la imposibilidad de dignificarla, se aparta, momentáneamente, del tráfago público; vuelve a su encierro con las musas, y sube otra vez, desde el comercio con los hombres, al comercio de los libros: con lo mejor que hacen los hombres»
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