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Todo está conectado, de una forma u otra. Esta realidad la podemos comprobar ya sea en Japón, cuando recortan horas a los camioneros para proteger su salud, y se desbarajusta todo el sistema económico del país, ya sea cuando el cambio climático provoca que una ... especie se desplace de territorio y liquide todo lo que encuentra en su nueva frontera. Es el tan traído y llevado efecto mariposa. Cuando el entorno cambia, todo el ecosistema se reorganiza: los humanos, las plantas, los animales. Los humanos tenemos una capacidad especial para autoengañarnos respecto a las amenazas que nos acechan, por eso debemos prestar especial atención a la naturaleza que nos rodea con el fin de tomar medidas a la mayor brevedad posible. Ya se sabe: cuando el grajo vuela bajo, hace un frío del carajo.
Los animales son especialmente sensibles a los cambios de su entorno. Sólo hay que mirar las abejas y las flores, por ejemplo. Ciertas abejas están especializadas en polinizar las flores de la Camasia; el calor primaveral hace que las flores se abran antes, pero las abejas no reaccionan con tanta velocidad al calor prematuro. Para cuando están operativas, han perdido horas preciosas de ponerse hasta arriba de polen y néctar, lo que redunda por un lado en menos crías, y por otro, en menos visitas polinizadoras a las plantas. Y ya está en marcha la ruleta rusa. Si hablamos del calor, todos tenemos una zona de confort: nosotros podemos conectar el aire acondicionado, pero incluso los reptiles que viven en el desierto tienen sus topes, y si la cosa se pone bochornosa, hacen las maletas como todo hijo de vecino. Las olas de calor hacen que los murciélagos australianos se caigan muertos de los árboles, que los perros salvajes africanos cacen menos, que las hormigas tropicales dejen de usar rutas recalentadas, que los arrecifes de coral vayan muriendo en un proceso conocido como 'blanqueamiento'. Las plantas también reaccionan: la tomatera común desvía parte de la energía que utiliza para reproducirse a fin de reforzar las hojas que soportan el estrés térmico. Todo se mueve. Absolutamente todo. Y la temperatura media mundial es más o menos 1,2 grados Celsius más alta que entre 1850 y 1900, cuando la quema de combustibles comenzó a calentar la atmósfera. Aparte de los problemas que ya tenemos, si se derrite el hielo de la Antártida Occidental, el nivel del mar podría aumentar un promedio de cinco metros. O sea.
Con la 'tropicalización' del planeta, el personal se busca la vida. Cuando llega un extraño al nuevo hábitat, todo se trastoca: los pelícanos se lanzan de cabeza a por los bancos de peces, y las gaviotas y los cormoranes se las tienen que ver con ellos en zonas donde antes no competían. El aumento de la temperatura del agua hace que desaparezcan ciertas estrellas de mar que devoraban mejillones, lo que causa que estos se desmadren y eliminen a los percebes, las algas, las anémonas y las lapas. Un III Reich 'mejillonil'. Plagas de escarabajos se mueven por el mapa y se cargan bosques enteros de pinos que no estaban preparados para defenderse de esta especie. Plantas de la tundra ártica están recibiendo la visita de nuevas especies de herbívoros. Erizos de mar en Tasmania liquidan bosques enteros de algas quelpo. Centollas blindadas aparecen de repente por los fondos de la Antártida avanzando como formaciones de pánzer. Todo se mueve hacia arriba en el planeta, e igual que los turistas comienzan a masificar Asturias, los pájaros guineanos buscan su particular Ribadesella en latitudes menos tórridas.
Hay más efectos, y algunos muy sorprendentes. La acidificación de los océanos hace que las ostras no puedan fabricar sus conchas como dios manda. Los peces mariposa, que normalmente son unos camorristas, en entornos en los que los alimentos escasean, tienden a convertirse en santos varones a fin de ahorrar energía. Los lagartos que tienen que sufrir huracanes modifican su físico en una sola generación, y desarrollan dedos provistos de almohadillas más grandes para agarrarse a los árboles y no salir volando. Los árboles también se mueven, como en aquella escena del bosque de Birnam, en 'Macbeth', pero estos siguen los cambios en las precipitaciones en lugar de las temperaturas. Los dientes de león, gracias a su plasticidad, son capaces de crecer de una manera diferente dependiendo de las condiciones en las que se desarrollen. Las algas no se quedan atrás, y las 'fucus' se mueven hacia el norte por toda la costa noroccidental de África en busca de aguas más refrigeradas. Todos estos datos y muchos más los he ido entresacando de un ensayo tan informado como ameno, 'Lagartos huracanados y calamares plásticos', del biólogo Thor Hanson (Alianza Editorial).
Todo es cambio, y esto, desde Heráclito, no nos pilla por sorpresa. La diferencia es que ahora todo es mucho más rápido, porque la actividad humana cambia el clima. Al ritmo actual, las emisiones duplicarán el dióxido de carbono en la atmósfera en sólo treinta años. Lo que antes eran meras abstracciones, o materia para películas de catástrofes, va poco a poco adquiriendo unos contornos palmarios, una realidad repentina. Hablaba antes de nuestra capacidad para autoengañarnos, el cerebro humano es capaz de entender e ignorar al mismo tiempo amenazas abstractas. Pero no hay que esperar a tener 50 grados en Escocia para comenzar a tomar medidas; en realidad, gran parte de lo que les espera a nuestros descendientes dependerá de la premura y la eficacia de las medidas que tomemos ahora. Es un tema crucial, e igual que a las algas, los lagartos, las ostras y los pelícanos, nos va la vida en ello.
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